En la preocupación contemporánea, un sentimiento destaca por su poder corrosivo y desestabilizador. La angustia ante lo incierto. A diferencia del miedo, la zozobra es difusa, abstracta y, por tanto, difícil de gestionar. Es ese vacío que nos invade al mirar hacia el futuro y encontrar solo preguntas sin respuestas.
Nunca antes la humanidad había dispuesto de tanto conocimiento, tecnología o capacidad para moldear su entorno. Sin embargo, no habíamos estado tan inquietos. Esta angustia no es un escueto estado de ánimo individual, sino un síntoma colectivo.
El fenómeno confronta la esencia misma de la existencia. Martin Heidegger, filósofo alemán, en Ser y tiempo, define la angustia como un encuentro con el ser, una manifestación de finitud y la capacidad de proyectarnos hacia el futuro. Somos seres que anticipan, planean y sueñan, pero también porque sabemos que no todo está bajo nuestro control.
Sin embargo, hoy la angustia se multiplica. Ya no surge solo del temor a la muerte o al fracaso, sino de una ansiedad difusa extendida sobre la vida; cambio climático, inestabilidad económica, guerras, polarización política o precariedad laboral. Es una nueva angustia existencial, amplificada por la globalización.
Søren Kierkegaard, filósofo danés, padre del existencialismo, la llamó «el vértigo de la libertad»: ese mareo ante la conciencia de que elegir implica responsabilidad y renuncia. En un mundo hiperconectado, las opciones parecen infinitas, pero las certezas escasean.
Esta inquietud refleja lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck denominó «sociedad del riesgo». Los peligros ya no son locales ni predecibles, sino globales y sistémicos. La pandemia de COVID-19 lo demostró. Un virus surgido en una región remota paralizó al mundo, exponiendo fragilidades en los sistemas sanitarios, económicos y políticos.
Vivimos en lo que el filósofo polaco-británico de origen judío Zygmunt Bauman, llamó «modernidad líquida»: una era de vínculos frágiles e instituciones en declive, donde el futuro se percibe inestable. Los jóvenes encarnan esta paradoja: tienen más acceso a información y oportunidades que ninguna generación anterior, pero sienten que el futuro les ha sido arrebatado. La precariedad alimenta una angustia generacional que se traduce en tasas crecientes de ansiedad, depresión y, en casos extremos, suicidios.
La política de la angustia: ¿catalizador o arma? El desasosiego puede ser un motor para la acción. Ciudadanos intranquilos exigen políticas públicas sostenibles, justicia social o democracia. Pero también es un arma de doble filo: populistas y autoritarios manipulan el miedo para consolidar su poder, ofrecen falsas certezas que simplifican problemas complejos y señalan chivos expiatorios.
La seguridad se esgrime para justificar medidas represivas; la identidad, para alimentar nacionalismos. Por ello, debe abordarse con cuidado, si no se canaliza hacia soluciones colectivas, puede dividir sociedades y debilitar libertades.
La incertidumbre no es un defecto, sino la esencia de lo humano. Aceptar que no tenemos todas las respuestas puede ser liberador, siempre que mantengamos la capacidad de cuestionar y buscar sentido. La salida no está en negar la angustia, sino en fortalecer redes comunitarias, defender instituciones sólidas y promover políticas que reduzcan sus causas estructurales.
¿Qué hacer con la preocupación? No es buena ni mala en sí misma, es un reflejo de nuestra humanidad, de la responsabilidad por el futuro. No debemos permitir que nos paralice o divida, sino entenderla como una invitación a reflexionar sobre prioridades y valores. Analizar sus causas y actuar con solidaridad puede transformarla en un motor para construir un mañana más justo.
El desasosiego nos recuerda que no estamos solos, que nuestras decisiones importan y que el futuro aún no está escrito. Aprendamos a vivir con él, no como una carga, sino como una brújula hacia la esperanza.
@ArmandoMartini
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