“Para sacarme a mí mismo de entre las ruinas, tendría que volar.
Y volé. En ese mundo destrozado ya sólo vivo en el recuerdo, así
como a veces se piensa en algo pasado. Por eso soy abstracto con
recuerdos”.
Paul Klee, Confesiones creativas
“La culpa tiene que recaer en sobre aquellos que no han expiado
su propia culpa en sus propias existencias íntimamente falsas, superándolas”.
Walter Benjamin, Um Wahlverwandetschaften
Ha comenzado el Adviento, el tiempo de disposición para una nueva Navidad, para un nuevo nacimiento de la humanidad. Es el comienzo del umbral de una nueva oportunidad de cambio personal, social y político. Una vez más, el mundo enfrenta al carácter fragmentario dejado por sus propias ruinas. Nada es algo acabado, todo es un re-hacer-se continuo, un movimiento in fieri. Siempre habrán retos para la voluntad. Y no hay modo de eludir por más tiempo el reto del presente. Los ejemplos sobran: “Cuanto más terrible se hace el mundo, como ocurre ahora, tanto más abstracto se hace el arte”. Estas palabras fueron escritas por el genial artista plástico Paul Klee en sus Schöpferische Konfession, publicados por primera vez en la Tribuna de Arte y Tiempo, en la Berlín de 1920. En esas líneas, el autor parece anunciar la caracterización de una nueva expresión estética, que es, además, una auténtica ontología, el resultado reflejo de la salvaje experiencia dejada a su paso por el mecanicismo de un concepto de “progreso histórico” mal entendido y peor comprendido que debe cesar. Un “progreso”, por demás, poroso, sustentado en la crueldad dejada por la violencia y la sangre que corre como lava hirviente, entre los escombros apilados ante el poder de fuego, la violencia del “más apto” y el más voraz saqueo. Todo ello en nombre de la “libertad”, la “justicia”, “la paz” y, por supuesto, la “revolución” del “pueblo”.
No sin horror, semejante concepción del “progreso” ha terminado históricamente sometiendo la humanidad entera a los designios de la voluntad del “hombre fuerte”, de il gran Capo, del político devenido criminal que, enseñoreado, decide transmutar el sacerdocio público en culto por lo privado. La sociedad debe ser, entonces, sometida y convertida, precisamente, en brutales fragmentos, en “cuadritos” -al decir de Aquiles Nazoa-, en abstracciones al cobijo del frenesí de las perversiones de la dialéctica de la Ilustración. Como señalara Klee: “Algo nuevo se anuncia, lo diabólico se mezcla en simultaneidad con lo celeste, el dualismo no será tratado como tal, sino en su unidad complementaria. Ya existe la convicción. Lo diabólico ya vuelve a asomarse aquí y allá, y no es posible reprimirlo. Pues la verdad exige la presencia de todos los elementos en conjunto”.
Que la inocencia de un ángel quede perturbada, que se haya visto absorto, paralizado, lleno de horror y de un sinfín de sensaciones inexplicables ante el tropel de “los hechos” de la historia, es cosa que la sensibilidad de un pintor como Klee no podía dejar de orientar al sutil refugio de las abstracciones, porque éstas, no pocas veces, comportan in nuce el compendio del logos de la suprema concreción que conduce al hegeliano “reino de las sombras”. Y, de hecho, se trata de un desafío, de un reto a la inteligencia, a la creación especulativa, a eso a lo que Kant designaba como la Imaginación productiva, el nervio central de toda auténtica praxis filosófica y política. Desafío que impone la reconstrucción de lo que los abatidos ojos del Angelus Novus de Klee miran, no sin temor y temblor. Klee le exige, le impone al pensamiento la tarea de concretar lo que la sensibilidad propia del arte ya no puede. Y Walter Benjamin asume el reto: “Hay un cuadro de Paul Klee llamado Angelus Novus. En este cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que mira fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, tiene la boca abierta y además las alas desplegadas. Pues este aspecto deberá tener el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina y se las va arrojando a los pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, una tempestad lo empuja incontenible hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad”.
Sobre este fragmento de Benjamin -la novena de sus tesis sobre la Filosofía de la Historia-, se fundamenta la crítica de la “Ontología del Infierno”, cabe decir, el reconocimiento y comprensión de la experiencia de la conciencia ilustrada que llevarán adelante Adorno y Horkheimer en su Teoría Crítica de la sociedad: en el trayecto que viene desde el abismo y alcanza el presente, cuenta tanto la reconstrucción de la historia del sujeto, devenido demonio de sí mismo, como su propia demolición. El fascismo no es un accidente, un hecho aislado o curioso de la historia, provocado por un grupo de aventureros “cara pintada” o de vándalos encapuchados, poseídos únicamente por el odio y la sed de venganza. Es, más bien, la consecuencia determinante y necesaria de una Ilustración que, guiada por una instrumentalización vaciada de todo contenido ético -y, en consecuencia, auténticamente político-, ha terminado mostrando el más genuino rostro de la ratio instrumental: el despotismo totalitario.
Una plaza ubicada en la Valencia venezolana, construida en honor a Cristóbal Mendoza, primer presidente de la república tras la declaración de la Independencia, hoy lleva el nombre de “Plaza Drácula”, para el jocoso beneplácito de una considerable parte de los habitantes de esa -otrora noble- ciudad, la misma que, hasta no hace mucho tiempo, aseguraba sentir el orgullo de vivir -nada menos- “donde nació Venezuela”. Al despojar la vida política de sus fundamentos éticos, sólo queda el cuerpo sin alma, la vacía instrumentalización, la medición de porcentajes y estadísticas, el balbuceante mecanicismo de la techné, la polea con sus engranajes y el murmullo de un discurso -o como se insiste en decir hoy, de una “narrativa”- en la que el sujeto, introductor del sentido, ha quedado sin sentido. Y sólo entonces emerge la barbarie totalitaria, sorprendida por el Angelus Novus, el ángel contemporáneo de Klee, impecablemente descrito por Benjamin como “el Ángel de la Historia”, el de la mirada retrospectiva del devenir que -lo sabe bien- requiere de las ruinas del pasado para poder construir la polis de este menesteroso presente. Un nuevo Ángel, una nueva oportunidad. La libertad dependerá de la paciencia y de la constancia ciudadanas. Desde el Ávila, cada inicio de año sopla con fuerza el viento de la libertad. Pero, más que la dependencia en la fe de lo trascendente, es la propia convicción y el profundo deseo de cambio lo que hará que este nuevo Adviento logre romper, finalmente, las cadenas de la opresión. Ha llegado el invierno. La mesa de la natividad ya está servida.
@jrherreraucv
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