Ángela Merkel tiene la cabeza mejor formada del universo político mundial. Posee un doctorado en Física Cuántica de la Universidad de Leipzig. Se graduó con una tesis denominada “Influencia de la correlación espacial de la velocidad de reacción biomolecular de reacciones elementales en los medios densos”. Ante ese título me sucede como al torero del cuento, cuando le pidieron que explicara un verso de Rubén Darío del Responso a Verlaine (“que púberes canéforas te ofrenden el acanto”). Respondió: “No sé, solo entiendo la palabra que”.
Por esa universidad habían pasado Goethe y Friedrich Nietzsche. Cuando se graduó, en 1986, su alma mater se llamaba “Karl Marx”, y así fue desde 1953 hasta 1991. Cuando los berlineses derribaron el Muro y terminó la locura comunista, volvió a llamarse “Universidad de Leipzig”. Afortunadamente, la institución solo fue víctima del “nominalismo”. Esa manía supersticiosa que tienen los «revolucionarios» de cambiarles los nombres a las plazas, calles y edificios que tienen cierta entidad. Los revolucionarios franceses en los siglos XVIII y XIX llegaron a más: les cambiaron los nombres a los meses.
En el 2018 Ángela Merkel anunció que su cuarto mandato, que termina en 2021, sería el último. Lo va cumpliendo. Por ahora ha dejado el liderazgo del CPU, el Partido Democristiano. Al frente del partido queda Armin Laschet, un centrista, como era la señora Merkel, persona alejada de cualquier extremismo político, lo que la llevó, en su momento, a chocar con Donald Trump.
Cuando, en circunstancias normales, se les pide a los electores de cualquier país que se sitúen en una tabla donde figura la extrema izquierda con el número 1, a la extrema derecha, con el número 10, la gran mayoría se sitúa entre el 4 y el 7, es decir, en el centro. Unas veces centro izquierda y otras centro derecha, pero en el centro del espectro político.
La moderación es vital. Alemania es el país más importante de Europa. El que, con algo más de 83 millones de habitantes tiene una mayor población. Aunque su territorio (más reducido que el Estado de Montana en Estados Unidos) es considerablemente menor que el de España o Francia, es el país que más exporta. El que más innova. El que más investiga. (Poca gente sabe que la reforma universitaria norteamericana del siglo XIX se hizo siguiendo el modelo alemán, no el británico). Es, por lo tanto, la cabeza de la Unión Europea, en compañía de Francia.
Pero la ultraderecha y la ultraizquierda amenazan la existencia misma de la Unión Europea. ¿Por qué? Porque ambas coinciden en el antieuropeísmo, en el proteccionismo y la antiglobalización. Lo que parecía una rareza francesa con Jean-Marie Le Pen, luego continuada por su hija “Marine” Le Pen, se ha multiplicado y consolidado en la Liga Norte de Matteo Salvini, en la “Alternativa por Alemania” y, entre otros, el “Fidesz” húngaro de Viktor Orbán, quien comenzó siendo un joven apegado a los principios liberales moderados y se fue desplazando hacia la extrema derecha por su rechazo a los inmigrantes procedentes de Siria.
Por su parte, la ultraizquierda apoya a los socialistas en Portugal, en España, en Finlandia, y respaldan con sus parlamentarios a los gobiernos suecos y daneses, pero tienen menos peso y brío que las formaciones de extrema derecha que crecen como la espuma.
Ese fenómeno se frenó en la Alemania de Ángela Merkel. Tal vez por la honradez sin fisuras de la canciller que ahora se retira. Saber que vive en el mismo departamento de siempre, y que ni siquiera cuenta con servicio porque dice no necesitarlo, le complace a los alemanes. En una oportunidad una periodista le preguntó a la canciller por qué se presentaba con el mismo vestido a distintas ceremonias. Merkel la miró con extrañeza y le respondió: “Porque yo no soy una modelo, sino una canciller”. Por respuestas como esa la aplauden y la aman los alemanes.
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