La década de los ochenta fue bien activa en todo el mundo en materia de violaciones de seguridad. Un año antes de la grave violación de los protocolos de operaciones del evento del 26 de octubre de 1988 de los tanques Dragoon en Venezuela, otro incidente cubrió los titulares de los principales medios internacionales. A pesar de los rígidos controles de las informaciones detrás de la cortina de hierro y las severas restricciones que se percibían derivadas del conflicto entre Estados Unidos y la URSS, un acontecimiento rompió el celofán de las posibilidades.
En la mañana del 28 de mayo de 1987, una avioneta Cessna 172B penetró las rigurosas vigilancias antiaéreas de los radares en la Unión Soviética y se posó en plena Plaza Roja, frente al Kremlin ante la mirada curiosa y sorprendida de los viandantes. El inesperado suceso se llevó por delante en los cargos al ministro de la Defensa y al comandante en jefe de la Defensa Aérea. Con ellos también perdieron sus puestos más de 2.000 oficiales responsables del cumplimiento de los procedimientos de seguridad. Matthias Rúst, el aventurero piloto de la aeronave fue condenado a cuatro años de trabajos forzados, de los cuales cumplió 432 días en una prisión moscovita. En materia de seguridad cuando un incidente salta sorpresivamente los protocolos y rueda libre amenazando el poder, se hacen las investigaciones, se determinan las fallas, se ajustan los controles y se cierran las posibilidades de una reedición del evento, se establecen las responsabilidades y se penalizan, y se determinan los aprendizajes. En los regímenes totalitarios los culpables van directo al paredón, a la cárcel y al ostracismo personal o político. Esos son los caminos seguros. En las democracias las renuncias eventuales y la cárcel, según las leyes. En Venezuela, la historia dice que se les da una oportunidad, pasan toda la vida en un silencio estratégico esperando que el asfalto del olvido deje enterradas esas reminiscencias y que la volatilidad de algunas memorias impida pisar cualquier recuerdo, o simplemente escriben un libro exculpatorio y sanseacabó. El chinito de Recadi siempre fue una referencia antes, y lo sigue siendo en eso de establecer y asumir las responsabilidades.
En materia de culpables, en Venezuela los burladeros se ponen a la orden del día en las crisis. El país se convierte en una auténtica plaza de toros donde el toro de la responsabilidad embiste mientras el torero político o militar se escuda detrás de la valla de su ineptitud, de su incompetencia y de su irresponsabilidad en el cargo. Hay toda una biblioteca de experiencias con muchos tomos sobre el particular. La tarde de los tanques Dragoon puede ser uno, pero el más emblemático coso taurino criollo lo es el 4F. Y lo es por el inmenso daño nacional que ha derivado haber dejado rueda libre las responsabilidades sin ejercer, antes, durante y después, con la fuerza de la ley, las decisiones políticas y militares, viables y oportunas. 29 años después, esa responsabilidad se murió en los 77 segundos que duró la alocución ante los medios de comunicación de Hugo Chávez para imprimir políticamente el famoso “Por ahora” y asumir la responsabilidad por el cuartelazo, mientras detrás de la barrera de la plaza de toros se escudaban otros matadores, con trajes de luces napoleónicos, quepis por montera y sables por estoques. A la fecha aún mantienen a la diestra la muleta cada vez que el tema sale al ruedo de la opinión pública. Cada 4F es un ritornello, con las mismas preguntas para que se telegrafíen las mismas respuestas, y… ¡Olé!
23 años de revolución y sus resultados políticos, económicos, sociales y militares; en una plaza a llenar al comienzo de 1998 y ahora con 6 millones de venezolanos en diáspora fuera del espectáculo, no le conceden del soberano en las gradas la nieve de los pañuelos, el retumbe de los aplausos, ni la música de la orquesta. Pero… los lidiadores de aquella época, políticos y militares no sueltan aún el capote y lo mantienen presto para cuando surjan las preguntas incómodas, poner a rodar en el ruedo el ¡Olé!
En plena vuelta a la calma del 4F, el entonces comandante general del Ejército convocó al teatro de la Academia Militar de Venezuela a todos los oficiales del componente adscritos a la guarnición militar del Distrito Federal y el estado Miranda para exponer y ventilar algunas explicaciones institucionales sobre ese episodio. Y para exhibir con láminas de Power Point el gran culpable de ese episodio político y militar: el Plan Andrés Bello. El pagapeo.
El plan, un diseño académico para darle nivel universitario a los estudios profesionales militares en Venezuela a partir de 1971, el mismo año de ingreso de la promoción Simón Bolívar –la de Hugo Chávez– a la Academia Militar de Venezuela, se convirtió en el auténtico burladero de esa corrida de toros del 4F. La rechifla del público, el abucheo del común y la decisión del presidente –de la corrida de toros– indultó al toro, y se le fue la mano en la consideración y la indulgencia con los verdaderos matadores de esa fiesta taurina. Los resultados están a la vista.
Después de esa reunión se inició un período inquisitorial en el Ejército. Todo lo que oliera a licenciado en ciencias y artes militares adquiría un carácter de sospechoso en la conjura febrerista. Estuvo a punto de abrirse un cisma parecido al que se abrió después del 18 de octubre de 1945 que lanzó definitivamente a los tomos de historia a los chopos de piedra y troperos del general Gómez, y le dio la alternativa del poder a los técnicos y académicos del golpe. En esta ocasión todo empezó a funcionar a la inversa. El dedo de la acusación del 4F se llevó por delante el Plan Andrés Bello, la cancha de liderazgo detrás de la Academia Militar de Venezuela y una materia que caracterizaba el mando emergente de los nuevos oficiales en formación, el liderazgo situacional. Solo faltó en la cancha deportiva, situada frente a la prevención, una pira de libros encabezada en la hoguera del santo oficio castrense por todos los programas académicos derivados del plan, las lecturas políticas sugeridas, las fotografías de los instructores civiles que sirvieron de monitores en la reforma educativa castrense más importante del siglo, los presidentes de la república que la auparon. Mientras eso ocurría, algunas de las responsabilidades se diluían en el silencio, los nombres que más sonaban se escabullían inteligentemente de los compromisos del cargo durante la crisis, las solidaridades automáticas se disparaban y jugaban cuadro cerrado, y las turbulencias institucionales empezaban a amortiguarse con decisiones laxas que metían debajo de la alfombra de los cuarteles la magnitud de la crisis militar que se había abierto y extendían sus potencialidades al límite. Hasta que nueve meses después fue imposible contener el 27N. Y después de los sobrevuelos sorprendentes de las incursiones aéreas en el cielo caraqueño, los bombardeos irresponsables, los insólitos combates aéreos, las huidas en cambote, las rendiciones y los juicios sumarios, empezó el mismo proceso de presentaciones con láminas de Power Point, las declaraciones ante los medios y la determinación de algunos culpables estilo mayor Soler y capitán Alfred Dreyfus. Después, solo esperar los sobreseimientos, los indultos y todas esas medidas de gracia presidencial que nos ponen a repetir la historia política y militar de Venezuela cada cierto tiempo, como si estuviéramos en una plaza de toros. Pero nada que pudiera asociarse al descabezamiento que se inició con el sobrevuelo solitario de Matthias Rúst en aquellos tiempos de la Guerra Fría.
Y así, don Andrés Bello, uno de los más excelsos humanistas de América y de quien solo conocíamos en la historia un aislado episodio de conspiración, cuando fue misionado diplomáticamente después del 19 de abril de 1810 junto con Luis López Méndez y Simón Bolívar para gestionar el apoyo internacional a la independencia, por esas cosas de la tauromaquia y de los pases de los capotes, en pleno siglo XX pasó a formar parte de la conjura del 4F.
Vainas de las plazas de toros. ¡Olé!