OPINIÓN

Anatomía del prejuicio o Del fariseísmo de una «diversa» alcaldesa

por Miguel Ángel Cardozo Miguel Ángel Cardozo

Claudia López

Para la redacción de este artículo, como frecuente y conscientemente lo he venido haciendo en estos últimos meses, decidí echar mano de la a menudo malinterpretada y vilipendiada primera persona, que en nuestro mundo hispanohablante suele dar pasto a atribuciones cuyo único «fundamento» es el «parece» que no las acompaña en dicterios como «¡Cuánta inmodestia!» o «¡Qué ególatra!», lo que de por sí constituye un prejuicio del que también se puede ser blanco por otras acciones, como por ejemplo la autocitación, que incluso califican de insufrible quienes no dudan en ver en el adjetivo «modesto(a)» el apelativo perfecto para ellos, pues así es la dimensión de su humildad (!).

Sea lo que fuere, y a propósito de la mencionada acción, no pocas veces he señalado en esta y en otras tribunas que en modo alguno pretendo yo pontificar sobre la intolerancia y la discriminación tras las que subyace el prejuicio, entendido de la manera en que definen el término las máximas instancias normalizadoras de nuestro idioma en su Diccionario de la lengua española, esto es, como la ‘opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal’, ya que hasta los que con mayor resolución aceptamos la diversidad y tratamos de profundizar día a día en el conocimiento de lo «desemejante» —y de lo «igual»—, para la mejor comprensión de un mundo que en virtud de ello se presenta ante nosotros como un universo en constante expansión y del que, por tanto —y paradójicamente—, cada vez conocemos menos, también podemos incurrir en tales faltas de forma inadvertida.

«Es que los chinos son desconfiados» — haciéndose referencia a los comerciantes que parecen compartir aquel gentilicio—, «Es que los “gringos” son fríos», «Es que los caraqueños son sifrinos», «Es que los judíos son usureros», «Es que los musulmanes son extremistas», «Es que los médicos son prepotentes», «Es que los periodistas son unos buitres», «Es que los curas son pedófilos», «Es que las mujeres son manipuladoras», «Es que los hombres son infieles», «Es que los viejos son egoístas», «Es que muchacho no es gente grande», «Es que son fascistas y reaccionarios los que no son socialistas» —ante lo que cabría preguntarse si no es reaccionario ese socialismo que se anquilosó en los dogmas marxistas como quizás también lo son, en mayor o menor grado, todas las «ideologías» políticas que se sustentan en «principios» tallados en roca— y una miríada de otras afirmaciones, tan irreflexivas como peligrosas, de hecho dan cuenta de una estructura de pensamiento, más común de lo que se podría suponer, que mueve los resortes de una sustantiva parte de las relaciones de esta sociedad global, y que lo hace además tras un delgado velo en el que aparte de la inocencia se exhibe lo políticamente «correcto», porque así como esas negativas generalizaciones constituyen prejuicios, del mismo modo lo son las creencias que, por ir en dirección en apariencia opuesta, son por algunos tomadas por circunstancias propicias para el logro de positivos cambios aunque en realidad no pasan de falaces atribuciones, como las que, verbigracia, derivan de la idea de que todas las mujeres, todos los negros, todos los homosexuales o todos los miembros de un sinfín de «minorías» son los depositarios de las mejores cualidades humanas y, en consecuencia, los únicos merecedores de un mundo que a ellos debería obsequiar leche y miel.

Las unas y las otras son maniqueas visiones en las que el «yo» y lo «igual» constituyen lo bueno, lo justo, lo ético, lo idóneo, lo sano o lo limpio, y el «otro» y lo «diferente» lo malo, lo injusto, lo torcido, lo inadecuado, lo nocivo o lo sucio, y cualquier hecho o dicho ajeno vale para reforzar la idea de la superioridad del «yo» y de las propias ideas, aun si lo que pasa a convertirse en argumento a favor de esa creencia es la errónea interpretación de palabras o acciones, o simplemente una opinión sobre alguien o algo «que se conoce mal», que conducen a atribuciones sin fundamento en la realidad.

Este proceso mental es tan cotidiano y puede ser desencadenado por tal cantidad de situaciones que cualquiera, hasta el más bienintencionado amante de toda la variada humanidad, puede verse en algún momento atrapado en la red de apariencias que aquel teje, por lo que siempre hay que pensar muy bien antes de levantar el dedo acusador en el juicio de los prejuicios, pero ello no implica que se deba optar por la inacción frente a la intolerancia y la discriminación que estos generan, como las que apenas encubre aquel infame «pero» de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López Hernández, con el que esta «diversa» señora —no más que miles, o al menos no más homosexual que yo— ha pretendido circunscribir la causa de todos los males de su hermosa y amable ciudad a la «cuestión venezolana» dentro de un perverso juego de ascenso político en el que todo vale para derribar al enemigo, sin importar el daño «colateral».

Proceder desafortunado y desafortunada atribución, sin duda, lo que no significa que la señora alcaldesa sea la encarnación del mal y la del bien los que estamos en desacuerdo con ella, puesto que todos somos imperfectos seres con luces y sombras; aunque, cierto es, que algunas sombras son más peligrosas que otras, como esas que en este momento ha decidido erigir en conductoras de su «diversa» vida doña Claudia, lo que en su caso resulta más censurable que en otros, ya que pese a conocer ella mejor que muchos la naturaleza del prejuicio, cuyo indiscutible genitor es el desconocimiento, por haber sido blanco de él en una de las regiones del planeta con las sociedades más homofóbicas, lo utiliza ahora, motivada por mezquinos intereses, como arma para la intencional discriminación de un grupo.

Una conducta tan repugnante como lo que ella ha pretendido combatir a lo largo de su vida pública y una muestra del aspecto más ruin de la lacra del prejuicio, a saber, su carácter universal; algo que no implica el que todos los seres humanos estén indefectiblemente «destinados» a incurrir en él.

La aclaratoria, por cierto, la hago para que no se malinterpreten mis palabras, tal como, al parecer, ya ocurrió con uno de mis artículos, que a algún lector desatento lo llevó a suponer que mis planteamientos están anclados en el determinismo, cuando en realidad mi pensamiento es opuesto a este y, en consecuencia, mis críticas apuntan precisamente a la promoción del cambio de nocivos elementos idiosincrásicos.

Creo en el cambio, pero solo se puede cambiar lo que se logra reconocer como negativo, y para reconocer lo negativo son indispensables la autocrítica y la crítica, aunque no sean ellas lo que se quiere oír, ver y creer… y creer que las cosas no son como en verdad son conduce también al surgimiento de inicuos prejuicios.

@MiguelCardozoM