Ana Obregón, jovial animadora televisiva, personaje social y ocasional actriz, habita desde hace décadas en nuestras pantallas y revistas. Es muy popular. En mayo de 2020, ella y su exmarido, el conde Alessandro Lecquio, también animador televisivo, sufrieron la más terrible tragedia para unos padres, perder a un hijo, que en el caso de Ana era además el único. Álex Lecquio, considerado un chaval estupendo, se murió con solo 27 años, tras dos años padeciendo un cáncer. Su madre acusó enormemente el golpe, que continúa ensombreciendo sus días.
Para intentar reengancharse a una ilusión, Ana Obregón ha decidido tener otro hijo. A sus 68 años esa meta resulta biológicamente imposible, así que lo ha comprado recurriendo a una madre de alquiler en Miami. En Estados Unidos permiten tales prácticas, prohibidas en España y la mayor parte de Europa. La noticia la ha comunicado mediante una exclusiva en Hola!, revista que titula en letras gruesas: «Ana Obregón, madre de una niña», lo cual en puridad no ha ocurrido, pues la única madre que ha habido en esta historia ha sido la mujer anónima a la que Obregón ha pagado por gestar y parir un bebé.
Lo sucedido ha abierto un gran debate en España. Por una vez, y sin que sirva de precedente, concuerdo con Pam e Irene en que no son aceptables los vientres de alquiler, denominados también con el rebuscado eufemismo de «gestación subrogada». Pero discrepo de la izquierda populista en cómo argumentan su rechazo y también en lo que hace al fondo de la cuestión. El podemismo condena esta práctica porque considera que supone «violencia contra la mujer». Violencia no hay ninguna, pues la persona que acepta el contrato lo hace libremente, aunque es cierto que empujada por su situación económica.
La posición de Podemos y PSOE contra los vientres de alquiler rechina además porque se da de bruces con la que mantienen ante el aborto. Eliminar al nasciturus les parece aceptable en nombre de unos supuestos derechos de la mujer. Pero resulta que esos derechos se volatilizan si en lugar de optar por eliminar el ser que lleva dentro, la mujer decide tener un hijo para otra persona. Incongruente.
La aproximación del mal llamado «progresismo» a este debate hace aguas porque eluden el auténtico fondo del asunto. El problema medular radica en que los vientres de alquiler van contra la sagrada dignidad de la persona (lo mismo que sucede con el aborto y la eutanasia), como bien señala la Iglesia.
Los úteros de pago ponen un precio a la mujer gestante y al vástago que lleva dentro. El hijo pasa a ser un bien mercantil disponible. Por su parte, la madre se convierte en una suerte de máquina de parir, que se alquila y que es despojada de su criatura nada más nacer (con el consiguiente daño para ella y para el bebé, bien documentado ya por la ciencia). Como le escuché decir gráficamente ayer a una compañera: «Nos convierte a las mujeres en envases». La brutalidad de la transacción comercial queda de manifiesto cuando se recuerda que los contratos anglosajones incluyen una cláusula que establece que «el embrión imperfecto no es implantado, y si la imperfección se manifiesta más tarde, se interrumpe el embrión» (es decir, se procede al aborto, se elimina).
Las madres de alquiler son un pasito más en una senda que conduce hacia la eugenesia. Si aparcamos los límites morales, que en contra de lo que cree la izquierda son el único parapeto frente a estos desbarres, la humanidad va de cabeza hacia una aterradora ingeniería genética. La lotería de la cuna, que da sus oportunidades a los que menos tienen, desaparecerá. Los ricos tendrán hijos más inteligentes y más hermosos, merced a una onerosa selección previa en laboratorio, solo al alcance de los más pudientes.
El caso Obregón nos recuerda también la creciente tendencia del ser humano a jugar a Dios. Ya no aceptamos las cartas de la naturaleza y hasta hemos inventado gilipolleces como el «género neutro». Subvertimos el orden natural de las cosas. Negamos el hecho biológico, la ley natural y el sentido común. Machacamos embriones en operaciones eugenésicas cada vez más alambicadas. Pretendemos que sea «normal» algo tan antinatural como ser «madre» –valga la expresión– al borde de los 70 tacos (lo cual es absurdo para la progenitora y pésimo para el niño).
El «progresismo» propone la absoluta autonomía de un gran YO, al que no cabe poner ningún límite de índole moral. Dios ya no existe, así que «todo lo que puede hacerse se hará» y «el fin siempre justifica los medios». Son dos imperativos atroces. Por eso me «escarallo de risa», como dicen en mi pueblo, cuando veo a la izquierda y la extrema izquierda españolas erigiéndose en paladines de una maternidad cabal. Si no se reconoce una moral trascendente, que es donde cobra sentido la defensa de la dignidad del ser humano, se torna imposible censurar a Ana Obregón como ha hecho la tropa de Pam y Sánchez.
(PD: Del PP, que todavía se está aclarando sobre por dónde le sopla el viento en este asunto, hablamos otro día. Su empanada ante los temas morales empieza a resultar notoria y preocupante. Están olvidando la parábola de la manta corta. En su afán por cultivar el voto de socialistas desencantados pueden acabar dejando destapado el flanco electoral del conservadurismo cabal).
Artículo publicado en el diario El Debate de España