En diciembre pasado falleció el escritor israelí premio príncipe de Asturias (2007): Amos Oz (1939-2018). Por ello, comencé a leer sus memorias (2003, Una historia de amor y oscuridad), que finalicé hace pocos días. Son extensas (700 páginas) y se pueden leer con interrupciones por su relativa ausencia de continuidad cronológica y estar basadas en los momentos anecdóticos que marcaron su vida. Desde el principio nos atraparon debido a la hermosa descripción que hace de su infancia, rodeada de libros y de personas que aman la literatura y la lengua. Su padre trabajaba en una hemeroteca, no paraba de escribir, pero nunca logró su sueño de ser profesor de una universidad, publicar sus obras y ser reconocido en los círculos intelectuales (“lo único abundante en casa eran los libros (…), mi padre tenía una relación sensual con los libros”). Pero también por la descripción que hace de las angustias, sueños y conflictos de las gentes sencillas al vivir el proceso de fundación del Estado de Israel a finales de la década de los cuarenta. Son las memorias de su niñez dejando unas pocas páginas (las últimas 150) para su adolescencia en el kibutz. Son las memorias de su formación tanto intelectual como emocional.
Es fascinante el relato que hace de cómo los judíos se fueron asentando en Palestina, en especial en Jerusalén, y el mejor ejemplo de ello fue su gran familia. No es el caso de los que llegaron huyendo de los campos de exterminio nazi después de la Segunda Guerra Mundial, sino los que escapaban de los pogromos en el imperio del zar y de la amenaza comunista. La mayoría de ellos estaban imbuidos del credo político sionista que los había convencido de la posibilidad de crear un Estado judío en lo que había sido en la antigüedad el reino de Israel. Sin embargo, al llegar a esta tierra se demostró que no era lo que soñaron, y la nostalgia por su patria volvía con fuerza en cada comentario. Desde la perspectiva del historiador, esta realidad destacaría el gran proceso de un pueblo unido en torno a la meta común de crear su Estado, pero desde el recuerdo de la infancia del escritor se muestra lo relativamente divididos que estaban y la duda permanente ante la posibilidad de lograr la gran meta. Fue inevitable pensar en nosotros, los demócratas de la Venezuela presente, los cuales nos peleamos por cualquier decisión, y ante cada fracaso caemos en la desesperanza.
Poco a poco entre los israelitas se agregó, a las divisiones de las diferentes ramas del judaísmo, los orígenes nacionales de los que provenían y las ideologías de izquierda y derecha; una separación entre las generaciones nacidas en Israel y los que venían de la diáspora. Los primeros eran considerados fuertes y puros, y los segundos, contaminados de los defectos de otros pueblos. Amos era parte de los primeros, pero los segundos eran sus padres, tíos, abuelos, vecinos, una comunidad que le demostró la riqueza de la diversidad. No obstante, también estaban los árabes (a los que estaban despojando de sus tierras por el avance israelita) y los británicos (que ejercían el protectorado de la zona e impedía el logro del sueño sionista), y a pesar de ello: “Judíos y árabes amantes de la cultura se reunían con británicos amables e instruidos (…) donde se organizaban recitales, bailes, jornadas literarias, recepciones y refinadas charlas artísticas”.
Otra vivencia del autor que me hizo pensar en lo que hoy padecemos en Venezuela fue la perspectiva del común con sus conversaciones plagadas de rumores estrambóticos. Los judíos, ante la cercanía de la guerra, no dejaban de pensar en que los pogromos o el exterminio se repetirían pero ahora en manos de los árabes. En medio de este gran terror generado por los rumores, aunque también por claros atentados en su contra y la real amenaza de los países fronterizos que se plasmó en la primera guerra árabe-israelí, se da la famosa votación en la Organización de las Naciones Unidas a favor de la creación del Estado de Israel y el palestino. Es inevitable emocionarnos al leer su vivencia en que la gente esperaba en la calle la decisión, escuchando o viendo los que tenían la radio o la TV encendida. Y nos llenamos de orgullo con las palabras: “Uno tras otro fueron leyendo los nombres de los últimos países de la lista (…), Reino Unido: abstención, URSS: sí, Uruguay: sí, Venezuela: sí, Yemen: en contra, Yugoslavia: abstención”. Nuestro país gobernado por la Generación del 28 apoyaba la causa justa de la creación del Estado de Israel. Al ser aceptada la propuesta nos dice: “La voz fue tragada por el clamor (…), mi padre y mi madre estaban abrazados, aferrados el uno al otro como dos niños perdidos en un bosque”. Y en medio de la algarabía de las gentes celebrando en la calle, su padre le dijo: “Observa, hijo mío, observa bien, por favor (…), porque esta noche no la olvidarás mientras vivas, y de esta noche les hablarás a tus hijos, a tus nietos y a tus biznietos mucho tiempo después de que nosotros ya no estemos aquí”. ¿Será que los venezolanos muy pronto podremos decir esto a nuestros hijos pequeños cuando se acabe la tiranía y la democracia renazca?
Un hecho que cambió su perspectiva del conflicto árabe-israelí fue el conocer al mítico líder de la resistencia contra el protectorado británico, Menahem Begin (1913-1992), en un mitin. Él era un niño nacionalista-sionista que adoraba al líder, pero cuando lo conoció, no era lo que esperaba de él. Y lo peor fue que por una confusión en el lenguaje se rió de algo dicho por este, lo que le hizo sufrir una violenta reprimenda por parte de su abuelo, que lo acompañaba. Este hecho, más el suicidio de su madre, lo terminaría de convencer en su adolescencia de entrar a un kibutz. Allí pasarían dos cosas que lo marcarían para toda la vida: primero, el conocer a uno de sus fundadores: Efraim Avneri, que le convencería del siguiente principio: “La fuerza es el opio de toda la humanidad (en especial de los poderosos)”, y le haría ver que los árabes no eran “los asesinos” que todo israelita pensaba, sino que estos estaban defendiéndose de los que habían invadido de alguna manera su tierra (lo que no quería decir que los israelitas no tenían que defenderse de ellos, porque también tenían “derecho a tener un país”); y segundo: el ir a estudiar literatura en la universidad debido a una proposición del kibutz. Esto último evidentemente también era consecuencia de su formación literaria familiar.
Una breve reseña no es capaz de condensar y describir esta gran obra, pero podemos concluir que en medio de la guerra y las penurias del momento fundacional israelita los libros fueron su refugio. Donde el niño fue formando y descubriendo su vocación literaria que le permitió expresar hermosamente la vida cotidiana, los sacrificios y las luchas de aquellos con los que creció. Me he quedado con muchas imágenes y emociones y, especialmente, lo que me transmiten las siguientes palabras:
“El olor de la gigantesca biblioteca del tío me acompañará durante toda mi vida: el aroma polvoriento y excitante de la secreta sabiduría, el olor de una vida de estudio muda y aislada, una misteriosa vida de monje, un silencio fantasmal que salía de las profundidades de los pozos del pensamiento y la sabiduría, el murmullo de las sílabas muertas, el susurro de las reflexiones secretas de autores desaparecidos, la caricia fría de antiguas autoridades”.
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