La violencia, en cualquiera de sus formas, implica siempre la utilización de la fuerza o ventaja física, psicológica o verbal, para obtener de un individuo o de un grupo algo que no quiere consentir libremente. La violencia política, en este sentido, no solo hace referencia a esa obtención indebida de lo que las personas no están dispuestas a hacer o aceptar voluntariamente, sino que incluye también la utilización de la amenaza, la represión y el uso de la fuerza bruta como herramienta para influir en las opiniones y comportamientos de los otros.
La violencia política fue, durante mucho tiempo, una indeseable constante en la historia republicana de Venezuela. Desde el siglo XIX y hasta la primera mitad del XX se fue afianzando culturalmente en Venezuela una dominación personalista autoritaria, vinculada a nuestro crónico y pernicioso militarismo. A pesar de ello, se le vio disminuir su presencia –como expresión social importante– durante la llamada “república civil” del período que va desde comienzos de los años sesenta hasta finales de la década de los noventa del siglo pasado. Sin embargo, para sorpresa de algunos, y lamentable confirmación de advertencias para otros, la vimos reaparecer en estos tiempos de revolución militarista, pero mostrando en su nuevo perfil una particular y decisiva diferencia: ya no como enemiga del Estado, sino como aliada de un régimen teóricamente constitucional.
Las sociedades modernas han aprendido que siendo uno de los objetivos de la “Política” la adecuada canalización de las tendencias entrópicas de la sociedad, el manejo asociado con el monopolio de la violencia está íntimamente ligado con la viabilidad y existencia misma de todo orden social. Por tanto, este monopolio de la violencia –para permanecer socialmente legítimo y políticamente eficaz– debe siempre buscar un punto de equilibrio entre la necesaria aplicación de mecanismos correctivos, y la conveniencia de recurrir a ellos en el menor grado posible. De hecho, como bien afirma la escritora venezolana Tosca Hernández, la utilización excesiva de la violencia, la amenaza y la represión por parte de un régimen no solo puede conducir a crisis severas de legitimación, sino que se convierte en evidencia palmaria de su débil naturaleza democrática.
En este sentido, las sociedades adultas han recurrido a dos grandes vías para elevar el costo de recurrir a la violencia como instrumento de resolución de conflictos, de modo que su adopción como alternativa resulte, vía disuasión colectiva, poco atractiva. Estas dos grandes vías son, por una parte, las sanciones legales y, por la otra, la condena social a la violencia como conducta indeseable. Precisamente, la dinámica asociada en la Venezuela contemporánea con estas dos “columnas sociales” recrea un estilo típicamente fascista, y ayuda a explicar la expansión del terrorismo político que presenciamos con indignación en el país.
Por una parte, la impunidad hacia los delincuentes políticos ya ni siquiera muestra respeto por las formas, y se convierte en una especie de “carta blanca” para la reincidencia y para el modelaje conductual. De manera abierta, sin al menos un pudoroso disimulo, el régimen y su bien seleccionada red de gendarmes judiciales pareciera legitimar y dar carta blanca a quien delinque y agreda en nombre de la revolución. Desde las ejecuciones extrajudiciales y el uso sistemático de la tortura como política de Estado (tal como se evidencia en el Informe de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos sobre Venezuela), pasando por los supuestos “espontáneos” que arremeten contra cualquier manifestación o expresión pública no afín, hasta el reciente intento de magnicidio en contra del presidente interino Juan Guaidó en Barquisimeto, van a encontrar de parte del régimen alguna explicación, alguna excusa, y al final, una justificación que no solo deje libres a los responsables, sino los convierta en miembros privilegiados del santoral revolucionario.
Pero además, esta impunidad se adosa a un discurso político que, cronológicamente demostrable, se inició con una idealización fascista de la violencia como ejemplo de conducta política, y se transformó luego en un discurso de exclusión, generador –por concepto– de intolerancia y agresión. Un discurso que convierte a las personas, de adversarios, en enemigos; que legitima y estimula la violencia contra todo aquello que se oponga a “la verdad”, pero que además, al mejor estilo de los radicalismos fundamentalistas, premia con la promesa de un puesto en la iconografía del régimen el sacrificio de quienes aceptan estar “con hambre y sin empleo” con tal de seguir estimulando las cuentas bancarias de los poderosos de turno. Un discurso que ha legitimado así una obscena inversión de valores, al punto de que la vida de las personas resulta inferior, en importancia y primacía, a la supuesta “revolución”, léase a la continuación de los burócratas en sus puestos. Un discurso que justifica la comisión de delitos y la recurrencia a la violencia si es por causa del régimen, porque, al final de cuentas, los enemigos no tienen derechos humanos.
Para la dictadura venezolana, como corresponde a su naturaleza fascistoide, la permanencia de su “proyecto político” (si puede llamarse así) es más importante que la vida de las personas. Por eso, la violencia política que observamos y sufrimos en estos tiempos no es algo accidental o políticamente aislado: lamentablemente, la agresión y el uso de la fuerza bruta son consustanciales, culturalmente hablando, al proyecto fascista de dominación, y se han convertido en la solución privilegiada para todo problema o conflicto.
La violencia madurista es un instrumento privilegiado e idealizado de lucha política, en tanto causa temor, desmoviliza, desmoraliza y da sensación aparente de fuerza. Sin embargo, la recurrencia indecorosa y abierta a la violencia política de la actual dictadura es la mejor demostración de la derrota de su capacidad de seducción y convencimiento de la población. Al mejor estilo de un viejo bolero, como la gente no los quiere por las buenas, pues hay que obligarla por las malas, con toda la violencia y el sadismo del más puro amor revolucionario. Pero así como el amor a juro no existe, querer dominar a un país solo con el uso de la fuerza y la violencia es una aspiración tan endeble como la moral de quienes lo pretenden.
@angeloropeza182