Lo confieso, pero no tengo amigos militares y ningún pariente que lo sea. A don Pablo, mi papá, le gustó en un tiempo que lo llamaran Coronel, pero jamás estuvo en un cuartel ni cumplió servicio militar, tampoco ninguno de mis hermanos. A alguno de ellos le tocó, pero la víspera lo operaron de apendicitis y no fue al servicio militar. A mí me entrevistaron, pero mentí y dije que era ateo y comunista. Se produjo un azoramiento. Discutieron a puerta cerrada y no me admitieron.
Si alguna vez don Pablo llegó a ser coronel fue por obra y gracia del General Gómez, porque se dio la circunstancia de que un tío mío, hermano menor de mi papá, estuvo casado con una hija del general Emilio Rivas, entonces presidente del estado Trujillo. ¡Después se casó con Estrella Serfaty, que abandonó al marido y a sus tres hijos y se empató con Isaías Medina Angarita, y lo que fue escándalo social se convirtió en alboroto familiar! ¡Don Pablo tuvo buenos contactos y visitó al Benemérito en Maracay llevando algún mensaje de Emilio Rivas!
Gómez, sentado bajo un frondoso árbol rodeado de sus permanentes adulantes, se dirigió a mi papá llamándolo Coronel. «¿Y cómo está el General Rivas?, preguntó sobándose los bigotes de bagre. El Coronel Izaguirre respondió en el acto: «¡Está muy bien, General, tanto que dio una fiesta para celebrar que yo venía a verlo!». El dictador de La Mulera se volteó para ver a su coro laudatorio: «¡Pues ¿cómo les parece? Y a mí que me están diciendo que anda muy enfermo!».
Mi papá me dijo que alguien se le acercó y lo alertó susurrándole al oído: «¡Coronel, le aconsejo que se vaya de Maracay esta misma tarde!».
Don Pablo no era ningún Coronel, tampoco fue buen padre porque yo soy fruto de una paternidad irresponsable; pero no sufrí por eso, ni por carecer de amistades castrenses, ni por no detenerme para ver desde la calle cómo eran los cuarteles. Nunca me interesaron los militares y siempre me sorprendió que fuera el Mariscal Sucre y no Simón Bolívar el supremo estratega militar.
Lo que sí me llama la atención es que la historia política venezolana, desde los tiempos de la Independencia, esté llena de presidentes militares; algunos eran abogados como Guzmán Blanco, pongamos por caso, pero ante todo y en primer lugar eran militares; excepto dos o tres civiles que duraban poco tiempo sentados en la silla de Miraflores y otros que se sentaban algunos años en ella mientras Gómez descansaba de la política arreando haciendas y negocios para engrosar su abultado patrimonio. Guzmán hizo lo mismo y seguramente mucho más. Juan Vicente González tomó una manzana del banquete y dijo: «¡Por una como la presente perdió el Paraíso Adán. Si hubiera sido Guzmán se come hasta la serpiente!».
El nuestro es un país estremecido permanentemente por caudillos civiles o militares y, eventualmente por uniones cívico-militares que terminan en desastre para la vida civil y democrática. Los militares son los que tienen las armas y están acostumbrados a mandar y a ser obedecidos. No creo que ninguno haya leído a Rimbaud o a Vargas Llosa o sepa reconocer una sonata de Mozart. Los caudillos civiles, que tampoco han leído a Baudelaire y jamás han escuchado un cuarteto de Beethoven, se apoyan en las armas que tienen los militares para hacerse oír, y todos los que nos movemos en esta acera con nuestras vidas bajo el brazo caminamos callados y apesadumbrados porque puede ser que a algún mandatario militar no le guste nuestra manera de comportarnos, nos pone en la mira y dispara o llena las cárceles con nuestro derecho a opinar. ¿Qué dijo Charles Chaplin? Dijo que se necesita poder solo cuando se quiere hacer daño.
Por eso, y por más, es que no me gustan los militares de ninguna parte. Pero no me opongo a que otros se complazcan en mantener amistades de cuartel, siempre que no se dobleguen como algún Escarrá y terminen saltando las talanqueras aplaudiendo alguna atrocidad, aceptando alguna maniobra insana.
Mi mujer Belén, en su primera adolescencia tuvo un escabroso enamoramiento con un pariente suyo teniente, sargento o algo así, pero los amores se resquebrajaron para siempre cuando se enteró de que el teniente o el sargento disfrutaba obligando a un pobre soldadito a fregar el piso con un cepillo de dientes. ¡Nunca supo si lo del cepillo de diente era verdad!
Sandino Hohagen, mi amigo músico brasileño que vivió un tiempo en Caracas, logró vencer su deplorable situación económica aceptando formar un Orfeón en la Escuela Militar. Tuvo, a pesar suyo, que aceptar un cierto rango, pero cada vez que entraba a la Escuela y los soldados de guardia se le cuadraban, creía que lo iban a poner preso. Pronto se percató de que un oficial vigilaba el desempeño de las voces en el naciente Orfeón. Cada vez que Sandino corregía a alguno de los cantantes, el oficial anotaba el nombre y castigaba al infractor. A partir de ese momento, Hohagen no volvió a corregir a ninguna de las voces. «¡Rodolfo -me dijo- nunca me tocó dirigir un Orfeón tan desafinado!».
Yo tenía diez años cuando Isaías Medina Angarita llegó al poder. Lo he recordado a lo largo de mi avanzada edad porque fue un militar civilista que respetó los derechos humanos. En el Diccionario de Historia de Venezuela editado por la Fundación Polar, Nora Bustamante Luciani escribe que … » propició y defendió la libertad de expresión, permitió la libre actividad de los partidos políticos, promovió una reforma de la Constitución que otorgó por primera vez el voto a las mujeres para elegir y ser elegidas concejales, así como la elección directa de diputados y permitió la legalización del Partido Comunista». Y más adelante repite lo que Isaías Medina expresaba cada vez que se dirigía al Congreso: que por su causa y durante su mandato no hubo en Venezuela ni un exiliado, ni un preso político, ni un partido disuelto, ni un periódico clausurado, ni una madre que derramara lágrimas por la detención o el exilio de un hijo.
Sin embargo, víctima de una unión cívico militar fue derrocado y desterrado.
Aprecio el orden y simpatizo con cierta disciplina. Belén, bailarina clásica y de danza contemporánea, siempre fue mujer de constante disciplina, pero me desalienta escuchar por ejemplo que la manifestación de los obreros de Manila en protesta por sus bajos sueldos fue disuelta y la policía «¡restableció el orden!». ¡Ese orden no me gusta! Y es por eso que tampoco me gusta la gente armada.
¡Pienso en la cerrada y opresiva vida que se lleva en el cuartel… y me crispo!
El voto más difícil de cumplir, me dijo Rafael Baquedano, jesuita amigo mío, no es como se cree el de la castidad sino el de la obediencia. Antes, el subordinado cumplía la orden del Comandante, pero hoy se exige que las órdenes militares sean dadas por escrito. ¡Al menos, es lo que vemos en las películas!
Durante mi primera infancia siempre oí decir que ninguna chica decente se casaba en Venezuela con un militar. Es posible que todo comenzara a cambiar con Pérez Jiménez y es posible también que Billo Frómeta hiciera lo suyo al ratificar, jubiloso, que la marina tiene un barco, la aviación tiene un avión y le fascinaba ver a los cadetes en perfecta formación.
La escuela me enseñó Moral y Cívica, una invalorable materia suprimida desde hace algún tiempo y gracias a ella respeto a los mayores; aprendí a ser ciudadano, a saber comportarme en sociedad, a conocer mis derechos y cumplir con los deberes que señalan las leyes y las ordenanzas. Me enseñó por qué son importantes los partidos políticos y supe qué cosa es y por qué es tan valiosa la democracia.
En aquel entonces, se hacían juramentos. El Hipocrático enaltece a los médicos porque juran que consagrarán sus vidas al servicio de la humanidad y los militares juraban defender al país de las presencias extrañas y enemigas, pero en la hora actual los hay que juran acabar con el país y, de paso, con todos los que pensamos distinto, es decir, deshacerse de los que no quieren ser simples habitantes o usuarios sino ciudadanos de un país.
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