Sostenemos como evidentes estas verdades: Joe Biden no es presidente de Estados Unidos, ni siquiera “electo” como lo llaman ciertos medios de comunicación con extraña insistencia, porque la elección del presidente no es por sufragio directo sino que en primera instancia se nombran unos electores presidenciales que se reunirán en sus respectivos estados “el lunes siguiente al segundo miércoles de diciembre”, para manifestar sus preferencias, en la que son autónomos, no están subordinados a nadie. Hay precedentes de electores que votan a favor de un candidato distinto al de la lista en que fueron nombrados.
Las boletas de los electores presidenciales serán remitidas a la presidencia del senado y contadas por las dos cámaras federales, reunidas en congreso, el 6 de enero a las 13 horas. Solo después de esta ceremonia el presidente de Estados Unidos se declara oficialmente electo.
Esta elección indirecta tiene el propósito manifiesto de evitar “la tiranía de la mayoría”, de la que querían precaverse los padres fundadores de la República, de hecho, fue el punto más debatido por los constituyentes originarios, que concluyeron en esta fórmula para evitar que los estados más poblados prevalezcan siempre sobre los menos, los centros urbanos sobre los rurales, etcétera, equilibrando intereses aparentemente inconciliables.
Algunos medios de comunicación y ciertos círculos interesados han querido imponer un sistema de elección directa que no existe en la Constitución ni en las leyes de la República; pero lo más grave es que lo dan por consumado, actúan en consecuencia usurpando funciones, tratando de imponer todo esto como un hecho cumplido.
Aunque parezca una osadía decirlo: Donald Trump es el presidente de Estados Unidos, electo y en ejercicio del cargo, cuyo período en curso concluye al mediodía del 20 de enero de 2021, aunque los poderes fácticos insistan en tratarlo como si estuviera fuera del cargo, depuesto mediante un golpe de Estado mediático.
Tiene perfecto derecho a impugnar los procesos electorales en curso en los estados en que se han observado manipulaciones indicativas de un gigantesco fraude electoral, como es perfectamente conocido en Venezuela, donde se ha denunciado por décadas sin que nos hayan prestado la menor atención, hasta que aparece reproducido en otros países con casi idénticas características.
El expresidente demócrata James Carter participó de manera personal y a través de su organización, el Centro Carter, en la imposición del sistema electoral fraudulento de Venezuela, por lo menos desde el llamado referéndum revocatorio de agosto de 2004, pero sus vínculos con el régimen son muy anteriores y continuaron después, encubriendo con artificios técnicos y avalando con su supuesto prestigio el fraude sistémico implantado. Concluyó declararando que “el proceso electoral de Venezuela es el mejor del mundo”.
Por cierto que le habían dado el Premio Nobel de la Paz en 2002, durante su gobierno restableció las relaciones diplomáticas con China comunista en 1979, aunque más se recuerda por la humillación ante Irán durante la crisis de la embajada que duró más de un año, desde diciembre de 1979 hasta enero de 1981, en que asumió Ronald Reagan.
En 2009 dirigió la comisión bipartidista Carter-Baker que concluyó en que el voto por correo se presta a “fraude y cohecho”, por lo que se descartó su uso, restringiéndolo a casos excepcionales bajo estrictos controles. Luego el Partido Demócrata, en una operación deliberada y consciente, impulsó el voto por correo, manipulando las regulaciones para relajar sus condiciones, eliminar restricciones y hacerlo masivo hasta superar al voto presencial. Esto facilita el voto de indiferentes, abstencionistas, incapacitados y electores ficticios, al romper el vínculo entre la boleta electoral y una persona bien identificada.
Otro punto denunciado es la adulteración del registro electoral, por supuesto, si se abulta el número de potenciales electores se abre espacio para añadir los votos que sean necesarios para asegurar la supuesta elección del candidato favorecido; no obstante, no son raros los casos en que aparecen más votos emitidos que votantes inscritos.
Algunos estados se han resistido a depurar sus registros electorales de personas fallecidas y cambios de residencia, contra todo requerimiento y demanda, al punto de que en ellos no se habría muerto ni mudado nadie en lo que va de siglo. El registro no hace sino crecer y como las competencias electorales son privativas de cada estado, estos las manejan a discreción y es bien poco lo que se puede hacer para obligarlos.
Al principio, el “organizador social” Obama hizo campañas para que la gente se registrara para votar, sobre todo en los estratos más bajos de los suburbios, donde nunca hubo el menor interés en elecciones. Luego, para que consintieran en que otros lo hicieran por ellos. De allí a pagarles no hay sino un paso y hoy el mecanismo ha evolucionado al punto en que surgieron “cosechadores” (ballot harvesting) que buscan las boletas de puerta en puerta, a veces con un cupo de 10, 20, o sin límites y terminan acopiando los pagos de amplias zonas. En unas, pagar el voto es delito equivalente a soborno, en otras, miran a los lados.
Sería agotador -además de incorrecto- distraerse en triquiñuelas menudas, por ejemplo, la verificabilidad de las boletas mediante marcas de agua u otros procedimientos de seguridad, que son importantes pero no es donde está la trampa, mientras por otro lado se introduce el voto electrónico mediante máquinas de votación y toda la parafernalia tecnológica que las acompaña, que vuelve al sistema inescrutable incluso para técnicos muy especializados.
En estos casos, la disparidad entre el voto emitido y el registro efectuado, el traspaso de votos de un candidato a otro, etcétera, surgen como “errores” excusables que se pueden detectar, rastrear y corregir; pero en verdad se trata de todo un sistema de colusión que atrapa las hormigas y deja pasar los elefantes.
El punto nodal es que un puñado de operadores está en capacidad de distribuir los votos mediante algoritmos, según les resulte conveniente, en interés de quien pague el servicio, sin que ni siquiera pueda hablarse de “fraude”, porque son programas que se ejecutan automáticamente; exactamente como las llamadas encuestadoras hacen “predicciones” para darles credibilidad a unos resultados que fueron concebidos de antemano.
Así las elecciones dejan de tener sentido y ni siquiera merecen ese nombre porque todo queda en manos de la élite ilustrada y todopoderosa que administra el sistema, los mismos que saben qué es realmente lo que le conviene a cada quien, al medio ambiente, al mundo y llaman a cualquier denuncia “teoría de conspiración”.
Para los comunistas esto no es ningún problema porque siempre han predicado que “las elecciones son una farsa de los ricos para engañar a los pobres”, por lo que donde quiera que toman el poder, efectivamente, convierten las elecciones en una charada en que se vota pero no se elige, como en Cuba, donde Castro, después del triunfo de la revolución hecha con la promesa de realizarlas, vociferaba: “Elecciones, ¿para qué?”.
Nikita Kruschef predijo que el socialismo no tiene futuro si no es capaz de resolver el problema de la sucesión, pues no podía ser que cada vez que se presenta esta circunstancia los lleva al borde de la guerra civil. Agregaba, no sin cierta envidia, que occidente había encontrado esa solución en las elecciones que, burguesas y todo, funcionaban.
La historia ha superado los gobiernos absolutos de sucesión dinástica, ojalá también los golpes de estado por los que tanto se critica a Iberoamérica, algunos todavía acarician las virtudes de la negociación entre élites para pactar sucesiones incruentas, la mayoría cifraba la legitimación de su voluntad en las elecciones.
El fraude electoral sistémico es una suerte de pérdida de la inocencia; pero la interrogante que plantea es peor: ¿Qué pasa si las elecciones dejan de ser el mecanismo idóneo para contestar la pregunta fundamental de quién debe tener la dirección política del Estado?
Ojalá los norteamericanos encuentren alguna solución institucional, para copiárselas.
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