OPINIÓN

América Latina debería tener una postura firme ante China

por Sophie Richardson y Tamara Taraciuk Sophie Richardson y Tamara Taraciuk

«Tuvimos que firmar un documento comprometiéndonos a no decir nada sobre el campamento [de ‘reeducación’]. De lo contrario, nos dejarían allí más tiempo y castigarían a toda la familia».

«No me dijeron por qué estaba allí ni por cuánto tiempo. Me exigieron que confesara un delito, pero no sé qué se suponía que debía confesar».

«Los niños debían ser educados para ponerlos en contra de su padre, porque [los cuadros oficialistas que visitaban el lugar] decían que tenía ‘ideas malas».

Estos relatos estremecedores de posibles crímenes contra la humanidad abundan en el último informe de Michelle Bachelet como Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, publicado en agosto.

Sobre la base de entrevistas, registros gubernamentales, imágenes satelitales y análisis de la ONU, el informe describe en detalle las consecuencias de la campaña gubernamental de “Mano Dura” iniciada en la región occidental de Xinjiang en 2014. Documenta, a su vez, meticulosamente los abusos generalizados y sistemáticos contra uigures y otras comunidades de origen turco, cuyas prácticas religiosas musulmanas e idiomas minoritarios el gobierno chino parece estar decidido a erradicar en nombre de la “unidad étnica”.

Las personas entrevistadas señalaron haber estado en centros de detención masiva durante meses sin que se les indicara por qué estaban detenidas ni por cuánto tiempo, y sin poder contactar a sus familiares. Describieron golpizas, medicación forzada y falta de alimentos adecuados. Un testimonio estremecedor describe un examen ginecológico obligatorio realizado ante terceros, que “avergonzó a mujeres de edad avanzada e hizo llorar a niñas pequeñas”. La mayoría señala haber sido amenazada por las autoridades para mantener silencio sobre los abusos.

Las autoridades deliberadamente abusan de las leyes sobre “terrorismo” y “extremismo” para detener arbitrariamente a individuos por comportamientos como tener “barbas irregulares”, “demasiados hijos” o “resistirse… a actividades deportivas como el fútbol”. Practicar el islam también puede dar lugar a castigos. Dentro de China no hay tribunales ni otros foros que puedan atender recursos presentados tras sufrir tales abusos.

Pekín hizo todo lo posible para que el informe no se publicara, y, desde su publicación, rechaza categóricamente los hallazgos, refiriéndose a ellos como un producto de “fuerzas antichinas”. El gobierno prefiere llamar “centros de formación vocacional y capacitación” a las instalaciones donde se somete a las personas a violaciones de derechos humanos.

La publicación del informe fue reiteradamente postergada, lo que evidencia el poder global de Pekín, particularmente en el sistema de derechos humanos de la ONU. En el pasado, China se desempeñaba como un actor con un papel muy modesto en instituciones como el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, el máximo órgano de derechos humanos de las Naciones Unidas. En la actualidad, despliega una influencia creciente que debilita los esfuerzos del Consejo orientados a que gobiernos abusivos rindan cuentas, disminuyendo el papel de las organizaciones independientes de la sociedad civil y socavando el derecho internacional de los derechos humanos.

Pekín recurre habitualmente a un mecanismo de recompensas, incluyendo promesas de ayuda o inversiones, y castigos, como amenazar con retener vacunas en el momento más apremiante de la pandemia, para conseguir apoyos que le permitan eludir el escrutinio internacional del Consejo de Derechos Humanos.

Estas prácticas resultan familiares en América Latina, donde China extiende su poder e influencia mediante una estrategia de desarrollo de infraestructura conocida como la Iniciativa de la Franja y la Ruta, al mismo tiempo que financia a empresas de minería chinas que suscitan riesgos ambientales graves y facilita el acceso a tecnologías chinas que podrían vulnerar el derecho a la privacidad.

La respuesta habitual del Consejo de Derechos Humanos ante crímenes constitutivos de graves violaciones de derechos humanos, como los que el informe de Bachelet denuncia que están siendo cometidos en Xinjiang, es establecer un mecanismo de investigación; es decir, un grupo de expertos que reúne información y propone recomendaciones para adoptar medidas concretas tales como la persecución penal. En América Latina, el Consejo de Derechos Humanos ha establecido grupos de expertos para que investiguen los hechos de represión brutal en Venezuela y Nicaragua. Asimismo, un mecanismo creado recientemente examina el racismo en la actuación policial, un asunto de enorme preocupación en Brasil y Estados Unidos.

El 26 de septiembre, varios países -entre ellos Estados Unidos, Canadá, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega, Suecia y el Reino Unido- propusieron una resolución para debatir la situación de los derechos humanos en la Región Autónoma Uigur de Xinjiang en Ginebra. Esto podría constituir un primer paso hacia la creación de un mecanismo que investigue al gobierno chino.

Avanzar con esta discusión es no solo lo correcto, sino hasta imprescindible, si el Consejo busca preservar su capacidad de que todos los Estados rindan cuentas por sus actos. No hacerlo enviaría el mensaje de que hay un conjunto de normas que se aplica a China y otro que se aplica al resto.

Es esperable que los gobiernos represivos en América Latina consideren hasta conveniente permitir que China debilite el sistema de la ONU y los estándares internacionales, ya sea para proteger a un socio comercial o para cerciorarse ellos mismos de no tener que responder por sus abusos. Sin embargo, los líderes que dicen estar comprometidos con los derechos humanos y la democracia deberían mostrar que no aplican un doble estándar y apoyar que este tema se debata en el seno del Consejo.

América Latina vivió dictaduras despiadadas durante las décadas de los setenta y ochenta e, incluso ahora, la región enfrenta desafíos críticos para el Estado de derecho. El escrutinio internacional ha demostrado, una y otra vez, ser esencial para proteger los derechos fundamentales y ha favorecido la rendición de cuentas y la transición hacia la democracia en América Latina.

La importancia de la seguridad jurídica para la región es evidente. Para que sea posible, todos los gobiernos -no importa cuán poderosos- deben atenerse a las mismas reglas.

Si Pekín puede conseguir excepciones, será un mal precedente no solo para los derechos humanos en América Latina sino también para las inversiones económicas, los derechos laborales y la protección de patentes. A medida que los gobiernos de la región recurren cada vez más a China para acceder a préstamos, proyectos de desarrollo y cooperación en materia de seguridad, necesitan un socio que se atenga al derecho internacional y al cual se le exija que respete estándares globales.

Un primer paso para conseguir ese tipo de socio sería apoyar un debate abierto y honesto sobre Xinjiang en el Consejo de Derechos Humanos.


Sophie Richardson es directora para China de Human Rights Watch; Tamara Taraciuk Broner, directora adjunta para las Américas de Human Rights Watch