En América Latina, como en la mayoría de los países en desarrollo, hemos aprendido a no tener demasiadas expectativas cuando se instala un nuevo inquilino en la Casa Blanca. Sin embargo, debemos aplaudir las buenas iniciativas de la nueva administración, como la decisión de respaldar la liberación de las patentes de las vacunas de la covid-19 para que puedan ser producidas en otros países. Eso no es todo. Joe Biden podría también estar a punto de cambiar profundamente la financiación para el desarrollo, abordando en gran escala, y tanto a nivel de su país como internacionalmente, el tema de la fiscalidad.
Para financiar un plan de recuperación de 1,9 billones de dólares, Washington quiere buscar fondos donde se encuentran: en las cuentas de los más ricos y las multinacionales. Y para ello, la nueva administración quiere, entre otras medidas, un tipo mínimo de 21% sobre las utilidades que las empresas generan en el extranjero. Esto significa que, por ejemplo, las filiales de multinacionales estadounidenses establecidas en Irlanda, donde la tasa de tributación es de 12,5%, pagarían inmediatamente un tramo adicional del impuesto de 8,5% a las autoridades fiscales de su país.
Se trata, por supuesto, de una decisión unilateral, pero también es una gran oportunidad para el resto del mundo. De hecho, la introducción de un impuesto mínimo global es una de las principales recomendaciones del Informe sobre la integridad financiera para el desarrollo sostenible, presentado en febrero pasado por un grupo de alto nivel de las Naciones Unidas del que hice parte. Si un número significativo de países siguiera el ejemplo de Estados Unidos, las multinacionales dejarían de tener un incentivo para maquillar sus prácticas concentrando artificialmente sus beneficios en jurisdicciones de baja o nula tributación. Será efectivamente el fin del modelo de negocio de los paraísos fiscales.
En la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional (ICRICT), que presido, junto a economistas como Joseph Stiglitz, Thomas Piketty, Gabriel Zucman y Jayati Ghosh, creemos que, a nivel global, el tipo impositivo mínimo global debería ser de 25%. Sin embargo, conseguir 21% sería un paso en la dirección correcta, ya que esto podría generar importantes ingresos a nivel mundial, al menos iguales a las pérdidas anuales de 240.000 millones de dólares estimadas por la OCDE, e incluso podría llegar a los 640.000 millones de dólares, según un reciente estudio sobre los posibles efectos recaudatorios de la adopción generalizada de esta medida.
Por eso la mayoría de los países deben apoyar la ambición estadounidense, que reaviva la posibilidad de un acuerdo global y de poner fin a la devastadora carrera a la baja en materia del impuesto a las empresas a la que asistimos desde los años 1980, alimentando la desigualdad a niveles extremos. No se puede ceder al chantaje de las grandes empresas, que repiten que este tipo del 21% sería excesivo y que perjudicaría a los países en desarrollo, privándoles de una valiosa herramienta para atraer inversiones.
Este argumento, que muy extrañamente es retomado por el propio presidente del Banco Mundial, es totalmente erróneo. Los estudios demuestran que cuando una multinacional planea dónde ubicar una unidad de producción, la ventaja fiscal aparece, en la lista de criterios a considerar, bastante por detrás de otras cuestiones como la calidad de la infraestructura, el nivel educativo de los trabajadores, o la seguridad jurídica. Además, los países en vías de desarrollo son los primeros que salen perdiendo en esta creciente competencia fiscal, ya que sus presupuestos dependen proporcionalmente más de lo recaudado a través del impuesto a las empresas que en las naciones más ricas.
Sin embargo, es imperativo que los ingresos adicionales generados por un impuesto mínimo global sean repartidos de forma equitativa entre los países de origen de las empresas multinacionales, como Estados Unidos, y los países donde se desarrollan sus actividades. Por ello, el Grupo Intergubernamental de los 24 (G24), un organismo que representa a los países en desarrollo ante el Fondo Monetario y el Banco Mundial, ha solicitado que estos últimos tengan prioridad a la hora de gravar los beneficios que se desplacen a los paraísos fiscales.
Supongamos que una multinacional estadounidense tiene actividades en Colombia, pero declara sus beneficios en Panamá, donde los impuestos son muy bajos. Con el sistema que quiere introducir la administración Biden, las autoridades fiscales deberían poder recuperar la diferencia entre el tipo en Panamá y el 21%. Pues el G24 quiere que Colombia tenga prioridad para gravar el pago a Panamá, por lo que, en este caso, Estados Unidos dejaría de aplicar el impuesto mínimo.
Para lograrlo, es obviamente deseable que se llegue a un acuerdo global. Pero para obtener una distribución equitativa de los recursos, bastaría con que una coalición de países mostrara esta voluntad. La movilización de los países del G20 cambiaría todo el panorama, ya que representan más del 90% de los ingresos mundiales de los impuestos corporativos. En particular, es imperativo que los principales países latinoamericanos se involucren a fondo en las negociaciones; hasta ahora han guardado un notable silencio.
Esto supondría un fuerte gesto político, pero no se puede postergar más. La pandemia ha provocado la peor crisis sanitaria, económica y social en un siglo. No podemos dejar pasar la oportunidad de responder a este desafío reconstruyendo sociedades no solo más prósperas, sino también más justas e igualitarias.
José Antonio Ocampo es profesor de la Universidad de Columbia y presidente de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional (ICRICT).
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