En los últimos tiempos, se nos advierte que la inteligencia artificial supone una amenaza sin precedentes para la civilización occidental. Ha venido a relevar en este papel a las redes sociales, que hasta hace poco desempeñaban la misma función. Un poco antes, este funesto augurio se proclamó a propósito de la televisión, y antes aún del periódico, la radio y el teléfono. Puede que todas estas advertencias sean atinadas y que la civilización occidental ya haya desaparecido, en cuyo caso habrá de considerar el lector estas palabras mías como un síntoma más de la barbarie.
Pero detengámonos un momento en el caso de la televisión. Sus detractores temían que este aparato, en las mentes del pueblo indocumentado, sustituyera la realidad por una película inoculada en ellas para distraerlas de su destino histórico con fantasmagorías del modo de vida americano. Si esta idea inverosímil tuvo tanto éxito entre los guardianes de la cultura fue porque suponía la encarnación tecnológica de un concepto que, antes de la invención de John Logie Baird, sólo prosperaba en los círculos revolucionarios: el concepto marxista de ideología.
La ideología era una imagen emitida automáticamente por la clase dominante, que suplantaba en los cerebros de la clase dominada el mundo real por otro de mentira en el que no había explotación ni clases sociales
Como recordarán los más antiguos –o sea, las generaciones anteriores al ‘swing’ de Miquel Iceta–, la ideología era una imagen emitida automáticamente por la clase dominante, que suplantaba en los cerebros de la clase dominada el mundo real por otro de mentira en el que no había explotación ni clases sociales, para inhibir su rebelión. Bien es verdad que la versión ‘popular’ añadía al credo militante una pizca más de ciencia ficción y conspiranoia, pero no lo es menos que la transmisión de imágenes a distancia dotaba a ese credo de una consistencia aparentemente plausible.
Como, en efecto, hablamos de algo muy antiguo, se suponía que esta imagen engañosa sólo podía combatirse con la verdad, es decir, con la ciencia materialista de la historia, que pondría al desnudo la cruda realidad y, de paso, ofrecería un remedio para mejorarla. Pero, como los intentos de constituir tal ciencia fracasaron estrepitosamente, también la amenaza se quedó en agua de borrajas.
Quizá por ello, los teóricos revolucionarios de la segunda mitad del siglo pasado abandonaron a toda prisa el viejo concepto de ideología, porque dejaron de confiar en la posibilidad de un conocimiento objetivo. Para ellos, el saber está siempre penetrado y conectado con el poder, y no tiene caso distinguir entre discursos verdaderos y falsos, sino sólo calibrar el poder –hoy diríamos: el empoderamiento– del emisor para crear performativamente «acontecimientos discursivos» o «efectos de verdad» que emergen y se desvanecen dependiendo del funcionamiento de los mecanismos que los producen y reciben. Como sucedió con la televisión, estas concepciones, en principio patrimonio de una pequeña élite filosófica, han adquirido gracias a internet el aspecto de una «realidad» fácilmente asequible, imaginable y practicable para todos los bolsillos, independientemente del equipamiento cultural de los usuarios. Pero nos equivocamos al denunciar el peligro de las redes sociales como si lo que circulase en ellas fuese una mentira que nos oculta la verdad. Al habernos llegado el término ‘posverdad’ asociado a las llamadas ‘fake news’, y al haber traducido (mal) esta expresión como «noticias falsas» (cuando no se trata de noticias de contenido falso, sino que lo falso es que sean noticias), se podría tener la impresión de que estamos de nuevo ante una representación engañosa (ideológica) de la realidad. No es así.
Desde que existen medios de comunicación, la distinción entre la noticia genuina y la fabricada es problemática, ya que los medios responden a una búsqueda de novedades que ellos mismos realimentan para que no desfallezca la demanda. Pero hoy la velocidad de la oferta de novedades ya no es la del telégrafo o la rotativa, sino la de la navegación por Internet, y la capacidad de generar «contenidos» a cada instante induce una demanda frenética de «información» a ese mismo ritmo. Se puede discutir sobre lo que era en los medios realmente información y lo que era simplemente relleno, publicidad o propaganda antes de Internet. Pero lo que no se puede discutir es que es imposible producir información o noticias a cada instante. Primero, porque por mucho que haya aumentado la velocidad de transmisión de datos, el tiempo que el cerebro humano necesita para elaborar y comprender algo que pueda llamarse «información» sigue siendo el mismo que en el paleolítico; y, segundo, porque es imposible que ocurran cosas relevantes en cada punto del espacio y en cada instante del tiempo. Por ello, la inmensa mayoría de los supuestos «contenidos» tienden a ser triviales, inconsistentes y demasiado flojos como para ser considerados verdaderos o falsos, y sirven únicamente para fidelizar a unas audiencias cautivas.
Pero de ello no se sigue la maldad intrínseca de las redes sociales como azote contra la humanidad; la rapidez con que las fuentes de la verdad empírica (la ciencia, los tribunales o la prensa libre) se han desprestigiado frente a estos nuevos (pero tan viejos) modos de crear «efectos de verdad» se debe a que la misma ciencia, los tribunales y la prensa libre, temerosos de caer en la obsolescencia, han decidido correr tras esos tumultos y otorgarles carta de naturaleza, de tal modo que luego les ha resultado casi imposible denunciar su inanidad, puesto que ellos mismos la habían convertido ya en relevancia. Y son los humanos al frente de esas instituciones, y no los aparatos cibernéticos, los responsables de su progresivo desprestigio.
Ahora le toca el turno a la inteligencia artificial. Que se beneficia sobre todo de que la llamemos «inteligencia». Es capaz de generar guiones de novelas, películas y series audiovisuales que apenas se distinguen de los de factura humana, sin que pueda detectarse en ellos plagio en sentido estricto. Y hace lo mismo con los exámenes y trabajos académicos, con las imágenes, con la prosa administrativa y hasta con las sentencias judiciales. Pero –ojo– no lo hace porque esté manejada desde otro planeta por unos alienígenas empeñados en destruir la creatividad del espíritu humano, sino basándose en una gigantesca acumulación de guiones, escritos académicos, imágenes, expedientes y sentencias humanos, demasiado humanos. ¿Y no será (podría alguien llegar a pensar, en su delirio) que todos esos documentos eran ya, en su origen, bastante poco originales y bastante artificiales, que la mayoría de ellos se construyeron, aunque con menos datos, basándose en otros anteriores y cambiando en ellos lo estrictamente necesario para no ser acusados de plagio? Como pasa con la información, una novela o una sentencia judicial realmente innovadoras no pueden ser más que rarezas. La inteligencia artificial no es una amenaza contra la creatividad del espíritu humano, sino una cura de humildad contra la ilusión –que de tanto escuchar habíamos convertido en creencia– de que todos somos creadores, artistas, cineastas o periodistas por el mero hecho de disponer de un teléfono móvil. Lo que amenaza a la humanidad no es la tecnología, sino únicamente nuestra gran capacidad de estupidez.
Artículo publicado en el diario ABC de España