Para muchos la mejor cantante de la historia es una griega nacida en Manhattan, María Ana Cecilia Sofía Kalogeropoulou. O por hacerlo corto, María Callas. Otros se quedan con una muchacha venida al mundo en una casucha de tablas de Memphis y criada en Detroit, Aretha Louise Franklin, la Reina del Soul, que se fue en el verano de 2018, con 76 años, por un cáncer de páncreas.
Hoy, día de Navidad, mi modesto regalo es una recomendación: vean Amazing Grace –anda perdido por las plataformas–, el documental que recoge el emotivo, sensacional, concierto de gospel que Aretha, entonces de 29 años, grabó en una iglesia baptista de un barrio depauperado de Los Ángeles los días 13 y 14 de enero de 1972.
Fueron dos veladas hipnóticas, en las que hizo llorar al público alabando a Dios y los conmovió hasta la médula. El recital fue grabado por la Warner para una película que acabaría durmiendo 38 años en un baúl por problemas técnicos y se registró en directo para un álbum (el disco de gospel más vendido de la historia, que solo en Estados Unidos despachó 2 millones de copias). Pero para la diva aquella cita fue algo más. «Ella no vino a un concierto. Vino a un servicio religioso. Estaba totalmente enfocada en lo más alto», recuerdan los que asistieron al acontecimiento. Pero detrás, como siempre, había una larga historia:
La iglesia batista New Temple Missionary Baptist Church, que antaño había sido un cine, se encuentra en Watts, un barrio pobre del sur de Los Ángeles. Los asientos son los del viejo teatro y un cuadro enorme de un Cristo negro en el Jordán preside el templo. Cuando Aretha Franklin decide oficiar allí sus dos noches de himnos cristianos tiene 29 años y está en la cima de su carrera, con once números uno consecutivos en las listas. Su soul explosivo, pegadizo y a la vez profundo, ha conquistado América. Pero nada le ha sido regalado.
Aretha apenas disfrutó de su madre. Ella se marchó de casa por las infidelidades de su marido cuando su cuarta hija tenía seis años y murió cuando acababa de cumplir diez. La criaron tías y abuelas. Su padre, C. L. Franklin, un exitoso reverendo sureño emigrado a Detroit, reparó enseguida en que su niña era un portento. Aunque Aretha jamás llegó a saber leer música, aprendió sola a tocar piano y era capaz de hacerse con cualquier canción, tocarla y cantarla perfectamente, tras haberla escuchado una sola vez.
Con semejante filón en casa, el reverendo Franklin, apodado La Voz de Oro, se la lleva con solo doce años a cantar en sus largas giras de prédica y gospel. Aretha se queda ese mismo año embarazada de un compañero de clase y deja la escuela. A los catorce tendrá su segundo hijo. Sin embargo, la maquinaria de la música ya está en marcha. Le dicen que los deje a cargo de la familia y se lanza a la carretera.
En 1960, la niña que había cantando en el funeral de Luther King, amigo de la familia, comunica a su padre que quiere convertirse en una cantante profana, una artista pop. Al principio le cuesta dar con la tecla del triunfo. Hasta que en 1967 su nuevo productor se la lleva a grabar a unos estudios legendarios de Alabama. La sientan al piano, le piden que cante lo que quiera y en el clima musical sureño estalla todo lo que lleva dentro. La voz maravillosa se suelta con un R&B que huele a éxito desde la primera nota. Aretha se merienda el mundo a finales de los sesenta y comienzos de los setenta. Es la número uno. Su larga carrera se cerrará con 18 premios Grammy, 75 millones de discos vendidos, actuaciones en la toma de posesión de presidentes… Y sin embargo, Aretha está rota. «Sus depresiones podían ser tan profundas como el fondo de la mar», delataron algunos de sus músicos.
La diva que llegó a ser un personaje arrogante, que hablaba de sí misma en las entrevistas en tercera persona. La diosa del soul, altiva con sus músicos y colaboradores, arrastraba una herida interior nunca explicada. La amargaba una profunda inseguridad. Tenía miedo a no ser lo suficientemente buena; como cantante, como madre e incluso como presencia pública, porque tampoco era una beldad al estilo de los cánones de la época y tendía a engordar. Dos matrimonios cortos y malos (el primero con magulladuras). Alcohol y depresiones. Atracones de comida, sexo y compras compulsivas (decía que su único deporte era caminar por los pasillos de los almacenes Walmart). Una vida complicada en la cima. Pero Aretha nunca caminó sola. La sostuvo siempre la fe de su infancia, con la que asombró en las dos tardes de enero de 1972.
En los conciertos de Amazing Grace, Aretha Franklin no se muestra como la exuberante cantante pop que era por entonces. No suelta una sola palabra al público. Ataviada con dos elegantes túnicas, una blanca y otra verde esperanza, canta con los ojos cerrados, con su cabeza inclinada hacia atrás, concentrada en lo trascedente, y suda a chorros. Los himnos religiosos se suceden: «Entrégate a Jesús», «Amazing Grace», «Dios te cuidará»… Y en plena grabación de un disco y una película sucede algo único, una epifanía espiritual. Varias personas del público rompen a llorar, incluidos miembros del formidable coro que la secunda y el impresionante maestro de ceremonias de la velada, el extrovertido reverendo-cantante James Cleveland. La energía de la música negra se mezcla de manera mágica con la oración. Algunas mujeres bailan como poseídas. Aretha, ajena a todo en su éxtasis místico, sigue cantando en trance, colmando las almas de los asistentes con el don de su voz. Viéndolo todo entiendes la importancia de Jesucristo en la vida de los negros estadounidenses, la malla de comunidad, civilización y esperanza que constituyeron sus iglesias, el refugio que fue para ellos su fe inquebrantable en Dios en medio de las peores penalidades.
Aretha Franklin se aleja lentamente del púlpito y se va. Ahora tiene que regresar a su vida de tristezas, excesos y éxitos. Pero sabe con certeza que al final la asombrosa gracia de Dios estará esperándola.
Feliz Navidad.
Artículo publicado en el diario El Debate de España