Las cuatro edades humanas, infancia, adolescencia, juventud y madurez, se asocian al simbolismo de los metales y se llaman edad de oro, de plata, de bronce y de hierro para señalar los avances del deterioro físico y de erosión que el tiempo socava en nuestras almas. Algunos las imaginan como si fuesen cuatro bellas mujeres, cada una adornada con coronas de flores de vivos colores, llamadas Primavera, Verano, Otoño e Invierno: una hermosa manera de mencionar a la infancia, la juventud, la vejez y la muerte.
Daniel, en el Antiguo Testamento descifró los metales que en el sueño armaban la estatua de Nabucodonosor: la cabeza de fino oro, los brazos y el pecho de plata, el vientre y los muslos de metal y las piernas de hierro, pero con los dedos en parte de hierro y en parte de barro cocido. Cuando una piedra hirió sus pies de hierro y de barro cocido y los desmenuzó, toda la estatua se derrumbó.
Al descifrar el sueño, asomaron en el acto los sucesivos reinos que surgirán después de haber pasado Nabucodonosor por el suyo; reinos cada vez más débiles hasta ver sucumbir el reino que cree que el poder del hierro puede fundirse con el barro bolivariano. También la vida del monarca poderoso o del cruel caudillo venezolano se deshace en maldades y atropellos; en trampas y perversiones y agotado llega al invierno y sucumbe.
Muchos tienden a detener la acción destructiva del tiempo y acuden a procedimientos quirúrgicos para mantener intacto el rostro o partes resaltantes del cuerpo. Alteran el volumen de tetas y nalgas, hacen brotar los pómulos y las japonesas prefieren ojos más occidentales.
Seres que creen tener únicamente hierro en los pies para mantener duradera la solidez del cuerpo y la belleza del rostro cuando en verdad los desfiguran porque el tiempo no cree en pasos de magia o de escamoteos y sigue avanzando y aquel rostro que sufrió el primer hechizo quirúrgico exige un segundo y más tarde otra ajena intervención hasta convertirse en el rostro de un ser extraño e irreconocible y finalmente aparece la fragilidad del barro.
Escuché una vez que me llamaban y no acerté a reconocer el rostro alterado que pronunciaba mi nombre, pero por el timbre de la voz supe quién me interpelaba. Era una amiga de años, pero su rostro no era el atractivo y de facciones armoniosas que fue alguna vez. Se trataba de una chica de cuerpo envidiable que nunca estuvo satisfecha con la aceptable cara que tenía desde el momento que vino al mundo porque sometió su rostro a implacables cirugías y solo obtuvo una innecesaria fealdad: era como haber pasado de Rafael, el pintor del Alto Renacimiento al Picasso de la época cubista.
Conocí en Madrid a un cirujano plástico que me dijo, mientras tomábamos un café en la Gran Vía, que su trabajo consistía en arreglar las malas operaciones que practicaban sus colegas. ¡Nadaba en dinero! ¡Hay quienes envejecen mal! Feos, malsanos, como si se les revirtieran las desgracias que pudieron haber causado en otros ; y hay quienes envejecen bellos y serenos con el tiempo que les tocó tolerar sobre los hombros sin sentir la necesidad del quirófano.
Nunca he sentido deseos de adelgazar o abultar, intentar ser otro. En años, jamás he alterado mis facciones. Albert Camus sostenía que a partir de los treinta uno es responsable de la cara que tiene. ¿Entonces, para qué ocultarla o transformarla?
Creo haber envejecido bien: oro en la cabeza, plata en los hombros… ¡sin claudicar!
Lo que me pesa es el pensamiento único que tanto abruma a los venezolanos bajo el socialismo bolivariano; ¡los gobiernos que he tenido que soportar! El chavismo madurismo como el peor de todos. Y desearía una cirugía del alma para borrarlo de mi memoria sin piedad y para siempre.
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