En los últimos años, la Navidad —y, en términos más amplios, el período que coincide con ella y en el que convergen reafirmaciones en diversas creencias— se ha convertido para nosotros, los venezolanos de bien, en el mejor recordatorio de lo realmente sustantivo y en el mayor aliciente para luchar por ello desde las muy variadas ópticas —válidas por igual, al menos en la dimensión individual— de lo que significa tal lucha, lo que sin duda cobra especial relevancia de cara al futuro de la nación, por cuanto no se puede construir una buena donde no hay buenos proyectos personales de vida en construcción, y pocas cosas hay tan poderosas como la adversidad, considerada sobre todo en sus más crudos aspectos a la luz de la nostalgia y la esperanza decembrinas, en cuanto factor motivador en el proceso de autosuperación.
En este individual proceso, como bien puede deducirse de lo anterior, son también particulares las respuestas a qué es importante y cómo convertirlo en el eje de una existencia plena y, por tanto, feliz, pero si ambas son cónsonas con los valores universales erigidos, entre otras cosas, en pilares de los derechos que hoy se reconocen como fundamentales —los derechos humanos—, lo son asimismo con un conveniente proyecto de país al que podría darle naturaleza material y sensible la suma de muchas de esas existencias.
Para algunos, verbigracia, la materialización del propio proyecto de vida implica la permanente ruptura con personas del entorno —incluso con los más cercanos parentescos— cuya irremediable ruindad constituye el principal óbice al logro de tan elevado propósito, y el no hacerlo, por la observancia de lo que no pocos irreflexivos y también tóxicos constrictores de sueños estiman políticamente «correcto» a causa de las apariencias que ven en las opacas superficies que no traspasan —y que a menudo se convierten en fuente de presiones que se exacerban dentro de una arena virtual que lejos está de ser fiel reflejo de la realidad—, sería lo verdaderamente incorrecto y perjudicial, no solo en la esfera personal, sino además en la que comparte el conjunto de la sociedad, ya que la suma de omisiones de este tipo impediría la conformación de más familias auténticas, esto es, de entornos de sinceros afectos —con o sin vínculos de consanguinidad o de otra índole—, que ayuden a fortalecerla.
Para otros, aquella materialización implica una nueva y más honesta búsqueda vocacional traducible en un radical —y nunca tardío— cambio de ocupación que, a su vez, conduzca a una mejor y mayor contribución al desarrollo individual y colectivo; una búsqueda cuya omisión, por darse oídos a opiniones derivadas de prejuicios, por seguirse consejos que en realidad encubren aviesas intenciones forjadas en la envidia —el más nocivo de los sentimientos— o por cualquier otro motivo, podría no solo llevar al empobrecimiento espiritual en lo personal, sino también coadyuvar al alejamiento de la sociedad de su completo bienestar, puesto que la suma de omisiones de esta otra clase obstaculizaría el surgimiento de conocimientos, innovaciones, empresas, industrias e infinidad de obras de variada naturaleza capaces de incrementar sus capacidades científicas y tecnológicas, expandir su economía y enriquecer su cultura.
Diversas, en fin, pueden ser esas respuestas, aunque la constante que las hace compatibles, dentro del marco de los mencionados valores, es la certeza de que un fuerte espíritu colectivo orientado a la lucha por la libertad y el desarrollo de toda la sociedad no puede existir sin una miríada de individuales voluntades cuyo principal objeto, al que se apliquen con firmeza y perseverancia, sea la materialización del particular proyecto de vida, porque nadie puede ayudar a constituir en lo externo lo que no alberga en su interior. De ahí la importancia de que los venezolanos de bien aprovechemos aquel singular aliciente decembrino, moldeado con la arcilla de luengas vicisitudes, para avanzar con resolución en nuestros diferentes caminos hacia el crecimiento que nos permita acometer con cada vez mayor efectividad la empresa emancipadora de la nación, sin que ello se entienda como una postergación de cruciales acciones dirigidas al logro de tal propósito.
La resolución, sin embargo, no garantiza por sí sola el exitoso tránsito de ese largo camino, porque sin una transparencia que lo allane se corre el riesgo de dar con algún insalvable escollo. Por tanto, tampoco huelga considerar el vivir a la luz del día, o en otras palabras, el vivir sin máscaras, con nuestras virtudes y nuestros defectos, así como con nuestras visiones, preferencias, inclinaciones y demás aspectos que nos hacen únicos, a la vista de un mundo en el siempre encontraremos aceptaciones y rechazos indistintamente del modo en que ante él nos presentemos.
La principal aceptación, la única que al «final» de todo habrá contado en verdad, es la propia, por lo que vivir a la luz del día, sin el temor a la exposición de lo que se ha decidido ocultar por el ajeno prejuicio, es también la única forma de vida que en realidad no la empeña a cambio de quimeras, sin mencionar que al hacerlo se le quita todo poder a quienes siempre intentan erigirse en «dueños» de los que viven entre penumbras por conducto del uso de sus «secretos» como instrumentos de chantaje.
Este período de esperanza en el cambio invita precisamente a ello, a tener el valor de ser desde la autoaceptación; una invitación al ejercicio de nuestro derecho a creer o a no creer —lo que, de hecho, es igualmente una creencia—, a tener, manifestar y actuar en función de las propias ideas políticas, a disfrutar de una sana sexualidad —sea cual sea su índole—, a perseguir sueños —aunque para el resto del mundo luzcan irrealizables— y, en general, a obrar de acuerdo con nuestra potencia volitiva.
Aceptemos entonces esta invitación, aprovechemos ese aliciente decembrino, seguros de que solo desde un transparente ser es posible materializar aquello capaz de conducirnos a la plenitud, y de que solo en la construcción de una existencia plena podremos hallar lo necesario para contribuir al bienestar del resto de la sociedad, y en especial al de una Venezuela que requiere de la fuerza del bien que genera la felicidad por tal modo de existir.
@MiguelCardozoM
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