El odio, según lo define la Real Academia Española es un «sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle un daño«.
Desde esta sencilla conceptuación, se puede interpretar como odio el aborrecimiento que una persona tenga hacia otra, o incluso hacia un objeto; y en esta oportunidad expondré algunas nociones sobre el delito de odio desde el derecho, como una categoría particular de delito motivado por los prejuicios o la intolerancia hacia ciertas características de las víctimas, como su raza, religión, orientación sexual, identidad de género, o discapacidad.
Estos repulsivos actos pueden incluir agresiones físicas, amenazas, daños a la propiedad y otros tipos de violencia o discriminación, siendo su característica distintiva la motivación detrás del acto: el odio hacia una particularidad específica de la víctima.
La naturaleza jurídica de los delitos de odio se basa en la intención discriminatoria del perpetrador, que conlleva un mensaje de intimidación y exclusión a toda la comunidad a la que pertenece la víctima. Por ello, para que una conducta sea considerada un delito de odio, deben cumplirse varios requisitos:
Acto delictivo: Debe haber un acto que constituya un delito según la legislación penal aplicable.
Motivación por odio: El acto debe estar motivado por prejuicio o intolerancia hacia una característica protegida de la víctima.
Intención: El perpetrador debe tener la intención de cometer el acto debido a su odio o prejuicio.
Prueba del motivo: Es necesario demostrar que el motivo del delito fue el odio hacia la característica protegida de la víctima.
Además, el contexto del crimen, o sea, que un patrón de conducta discriminatoria por parte del perpetrador y el impacto en la comunidad de la víctima son elementos importantes para considerar una conducta como delito de odio.
La teoría del delito de odio tiene sus raíces en la legislación y estudios académicos de Estados Unidos a finales del siglo XX. La “Civil Rights Act of 1969” (Ley de Derechos Civiles de 1969) y la “Hate Crime Statistics Act” HCSA (Ley de Estadísticas de Crímenes de Odio de 1990) incorporaron determinados actos o acciones como delitos de odio en la legislación estadounidense, como luego numerosos países los han incluido en sus códigos penales, como España, Francia, Italia, México, Argentina, Brasil, Canadá, Australia, India. Otros han promulgado leyes específicas como el Reino Unido: «Crime and Disorder Act 1998» y «Criminal Justice Act 2003» y Sudáfrica: «Promotion of Equality and Prevention of Unfair Discrimination Act«.
Venezuela tiene legislación específica sobre delitos de odio -inconstitucional por haber sido dictada en el año 2017 por la írrita Asamblea Nacional Constituyente- denominada «Ley contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia» (en adelante “Ley contra el odio”), cuyo objeto, según en ella se expresa, es prevenir y sancionar actos de odio y violencia motivados por discriminación, promoviendo la convivencia pacífica y la tolerancia. A tal efecto, la Ley contra el odio define como autores del delito a aquellos que promuevan, inciten o fomenten la discriminación, la intolerancia o la violencia por motivos de raza, religión, ideología, orientación sexual, género, etnia, entre otros; y su ámbito de aplicación son tanto personas físicas como personas jurídicas, incluyendo medios de comunicación y redes sociales, para quienes prevé sanciones por mensajes que difundan el odio, incluyendo la posibilidad de revocar licencias de transmisión.
En cuanto a las sanciones, establece penas que van desde multas hasta prisión entre 10 y 20 años.
La Ley contra el odio ha sido objeto de controversia y críticas, tanto a nivel nacional como internacional. Organizaciones de derechos humanos y ONG han mostrado preocupación en cuanto a que pueda ser utilizada para restringir la libertad de expresión y silenciar a los críticos del gobierno, que podrían llevar a la autocensura.
También se ha cuestionado que pueda ser aplicada de manera selectiva al carecer de definiciones claras y precisas sobre lo que constituye un «acto de odio», por lo que podría ser utilizada para perseguir a opositores políticos y disidentes mientras se ignoran o aplauden actos similares cometidos por partidarios del gobierno.
No cabe duda de que los delitos de odio representan una grave amenaza para la cohesión social y los derechos humanos en cualquier sociedad civilizada y que la adopción de normas legales para combatir estos crímenes es crucial para proteger a las comunidades vulnerables y asegurar que los perpetradores sean efectivamente sancionados. Sin embargo, está latente el peligro de que una normativa de esa naturaleza pueda ser tergiversada por medio de los “discursos del odio”, acusando a los que considera sus enemigos (no sus adversarios) de ser propagadores de discursos de odio, en asumirse como víctimas de tales discursos, al tiempo que lanzan las más aberrantes acusaciones, inventan perversas alianzas y conspiraciones, impiden las libertades bajo la justificación de que todo discurso distinto al propio es odio, como ha expresado Miguel H. Otero, en “Régimen y discurso de odio” (https://bitlysdowssl-aws.com/opinion/regimen-y-discurso-de-odio/).
Por consiguiente, una legislación preventiva del odio, confeccionada conforme a los estándares internacionales y de la ciencia penal siempre será bienvenida, pero toda manipulación o deformación en su interpretación para ser utilizada con fines distintos a los que persigue esa legislación, debe ser aborrecida y rechazada por los caminos de la institucionalidad democrática y mediante los recursos que concedan las leyes, para lo que es fundamental la existencia de un Estado de Derecho.