Hace algunos años, tuve el acierto de leer un libro de Elvira Lindo, uno de los muchos que he leído de Elvira, titulado Algo más inesperado que la muerte. He de decir que Elvira y yo mantenemos lo que podríamos llamar una amistad de baja intensidad desde hace casi veinte años. Fue por ello que me inicié en su literatura que, hasta entonces, erróneamente consideraba para el público infantil.

Al margen de que la obra me pareció muy interesante, fue su título lo primero que me cautivó. Un título es la tarjeta de presentación de toda obra literaria, y sintetizar en él lo que el lector va a encontrar, créanme, es un trabajo complejo. Yo, por ejemplo, suelo tener el título de mis artículos antes de comenzar a escribirlos y, como quiera que muchas veces me inspiro en la literatura y en la música, fuentes sin duda más que válidas, muchos de estos títulos están inspirados o directamente plagiados, no me importa reconocerlo, de obras ya existentes.

Entre mis muchas columnas pueden encontrarse algunas como “Soy un corazón tendido al sol”, “1984”, “La fiesta pagana”, “Dios salve a la Reina”, “Peces de ciudad”, y un largo etcétera que, por supuesto, les invito a leer o, en su caso, a releer, cuyos títulos son nombres de canciones o de obras literarias. La mayoría, para más ende, se encuentran en esta publicación.

Pero hay ocasiones, las más, diría yo, en las que lo escrito nada tiene que ver con el contenido de dichas obras sino, simplemente, con el título. Es algo tan sencillo como una frase, pero a su vez tan complejo, que despierta en ti un determinado sentimiento, como el olor a las croquetas de tu madre o el sabor que te transporta a otro lugar y otro momento.

Por eso, este título en concreto siempre me ha parecido pura filosofía, y hay muchas veces en que, ante determinadas situaciones, ha venido a mi memoria. Pero nunca pensé que llegaría a definir tan profundamente, con tanta fidelidad, lo que está ocurriendo en mi vida en estos últimos tiempos.

Hay situaciones que, por improbables, uno nunca se plantea. Hay circunstancias que, por inesperadas, jamás te habías imaginado y hay dolores que, por más que los hayas visto en tus cercanos, incluso en tus muy cercanos, solo puedes evaluar cuando te tocan a ti. No se trata de empatía; la realidad es que hay sensaciones que has de sentir en tus carnes para llegar a comprender su magnitud.

Volviendo a mis columnas, perdón por la redundancia, no hace demasiado tiempo, concretamente en septiembre de 2022, me vi en la desgraciada, pero justamente obligada circunstancia, de escribir una columna titulada “Cuando el alma se evapora”. Tal columna hacía referencia a los últimos días de la madre de uno de esos amigos que son familia, que forman parte de tu esencia misma. Su madre, familia del corazón y del alma también, tenía alzhéimer. Desafortunadamente, Mariola, que así se llamaba, falleció prácticamente el mismo día de su publicación y este artículo, salido de mi dolor, trató de ser un homenaje postrero a la entereza de mi amigo Ángel, que soportó no ya la muerte de su madre, sino el dolor de haberla perdido en vida, mucho tiempo antes de que su cuerpo abandonara este mundo.

De verdad que entonces, sinceramente, creí entender su dolor; pensé, erróneamente, que entendía lo que sentía, que me ponía en su lugar. Pero como ya he dicho, hay dolores que no se pueden explicar, que no se pueden medir, que no puedes comprender, por más que lo intentes, hasta que te ocurren a ti, hasta que se introducen bajo tu piel y tu ánimo.

De un tiempo a esta parte, estoy perdiendo a mi madre. De un tiempo a esta parte, sufro el insoportable dolor de ver cómo se evapora, cómo se va fundiendo como un hielo bajo el sol, sin que yo, que siempre he sido el sustento emocional de aquellos que me rodean, pueda hacer nada por evitarlo.

Y me mata la impotencia. Me mata el dolor de mi padre, aunque como ya he dicho no llegue a comprender su magnitud, cuando se acuesta a su lado y siente su cuerpo enjuto, que ya no se vuelve para besarle. Me mata cuando la abrazo y no sé ya lo que siente, aunque aún siente, pero ya no puedo traslucir, en sus bonitos ojos azules, su sentimiento. Me mata saber que esto no va a ir a mejor y se me escapa entre los dedos, dejándome con la desolación de un niño que ve cómo el globo que tenía en la mano se le ha escapado y vuela hacia otro lugar, en el que ya no está él; en el que ya no estoy yo.

Es, sin duda, algo más inesperado que la muerte; algo menos asumible. Es un dolor diferido que no acaba de asfixiarte, pero no te deja respirar. Es una crueldad, es un tormento. Aún así, prefiero tenerla ahí, porque soy un egoísta. Prefiero poder besarla y sacarle una sonrisa, alguna vez una risa. Puedo soportar las horas de incertidumbre por una palabra suya, por cierto, otro título de Elvira. Una palabra tuya.

Y mi amor crece, en lugar de disminuir, de estacionarse, con la fatal sensación de que, en cualquier momento, estallará como un globo.

Te quiero mucho, mamá.

Mientras se sienta que se ríe el alma, sin que los labios rían; mientras se llore sin que el llanto acuda a nublar la pupila; mientras el corazón y la cabeza batallando prosigan, mientras haya esperanzas y recuerdos, habrá vida”. (Gustavo Adolfo Bécquer).

@elvillano1970


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