OPINIÓN

¡Aleluya!

por Alfredo Cedeño Alfredo Cedeño

De mi crianza en La Guaira guardo los mejores recuerdos. Allí descubrí el poder de la narración, la magia de la oralidad. De las manos de mi papá y su mamá, mi abuela paterna, anduve las maravillosas andanzas de Tío Tigre y Tío Conejo; por eso detesté sin medias tintas a quienes trataron de emparentarlos con el trickster, que Claude Lévi-Strauss categorizó en su Antropología estructural como héroe cultural mediador. Sigo considerando un despropósito tratar de encerrar en especulaciones y juegos académicos las expresiones creativas, por más que dichos estudios digan que explican nuestro devenir en cuanto especie. Pero volvamos a lo de hoy.

En ese puerto de azules diarios, cielo y mar me cubrían la mirada a toda hora, crecí escuchando no solo las creaciones colectivas, o las versiones que papá y mi abuela me creaban a diario, también oía los cuentos de diversos personajes de nuestro entorno cotidiano. Por ejemplo, había un señor cuyo apellido no menciono porque nunca tuve evidencias posteriores de sus supuestos embrollos financieros y legales. De este caballero, al que recuerdo de gesto adusto y porte ceremonial, oí comentar en mi casa que todo el pueblo sabía de dónde había “sacado el entierro” con el cual justificaba su súbito caudal. Es pertinente explicar a unos cuantos lectores que hasta casi finales del siglo XX era común oír la expresión “sacar un entierro” para explicar el hallazgo de un recipiente de barro, o un pequeño baúl, lleno de monedas de oro, morocotas como eran llamadas, que habían sido enterradas en la época colonial para salvaguardarlas de los desmanes de la cruenta guerra civil que vivió Venezuela. Este señor, tal como dije líneas antes, había cambiado su modus vivendi de manera sorpresiva y sus familiares aseguraban que era producto de un hallazgo como el descrito. Mi padre, de lengua perspicaz y ácida: “No sabía que en el puerto se podían sacar entierros tan buenos como el de fulano”.   El señor en cuestión era trabajador de una de las tantas compañías de gestiones aduanales que existían allá, y tal parece que el tal entierro no era más que su habilidad para sacar de los almacenes portuarios ciertos bienes que luego se vendían en algunos comercios, tanto guaireños como capitalinos.

Otra historia que también oí y de la cual ya adulto obtuve evidencias fue sobre el señor Salcedo. Este caballero que trabajaba en un modesto cargo en los servicios portuarios un día, a comienzos de los años sesenta, lo señalaron como responsable de la pérdida de 800 lavadoras de los patios de almacenamiento del puerto. Y como en Fuenteovejuna todos sabían del comendador, solo que era desde Los Caracas hasta Carayaca que todos sabían dónde estaban los enseres misteriosamente desaparecidos; tal fue la fuerza de los comentarios que una comisión policial junto a un juez acudieron a la humilde casa que estaba en la parte trasera del cementerio de La Guaira, el barrio Guanape por más señas, pero alguna voz avisó al honorable trabajador. Los cuentos de cómo fueron pasadas a las casas vecinas los ocho centenares de aparatos eran de todo tipo; y al llegar la comisión se levantó un acta mediante la cual se dejaba constancia que en tan honrada morada no se había encontrado ningún objeto de dudosa procedencia. Recuerdo en mi casa a una visitante decir: “Si el culo no le pesara tanto al juez y se hubiera siquiera empinado un poquito habría visto las rumas de lavadoras en todos los patios de las otras casas”.

Otro relato de este barrigudo señor, quien vociferaba por todos lados sus íntimos nexos con las más altas instancias del partido Acción Democrática, fue el caso del camión de whisky. Como bien pueden suponer luego de la línea blanca, hubo otros episodios y él se mudó del modesto barrio a una de las urbanizaciones del este del litoral central. Igualmente era comentario general de los alijos de bebidas y ropas que introducía de contrabando por la llamada zona La Costa. Un día un camión cargado de cajas de escocés, que se estaba desplazando de Todasana hacia Los Caracas, se quedó accidentado en una de las subidas de aquella carretera de tierra; el conductor, que iba solo, trancó debidamente la cabina y echó a caminar hacia la alcabala de la Guardia Nacional en la ciudad vacacional; cuando llegaron de vuelta al vehículo… ¡Solo quedaba la lona con las que habían estado cubiertas las cajas!  Esa noche y la semana siguiente los tambores repicaron en Quebrada Seca, Osma, Oritapo, Todasana, Urama, La Sabana, Caruao, Chuspa y Guayabal, acompañados de gracias y alabanzas al que les había dejado de regalo aquella carga tan sabrosa.

Los cuentos de este honorable personaje son inacabables, como pasó con el intento de apropiarse de la hacienda Santa Clara en las afueras de La Sabana, y de lo cual no abundo más para no aburrirlos. Hago este recuento mientras leo y oigo los mil comentarios del reciente nombramiento del muy equilibrado Consejo Nacional Electoral de Venezuela. Y las glorias, aleluyas, hosannas y loas a la designación de sus cinco rectores han sido de una apoteosis que ni a Moisés cuando recibió las tablas; la batahola ha sido antológica. Nadie dice nada de, por ejemplo, los nexos no tan lejanos del honorable rector Picón Herrera con Pdvsa a través de su empresa Consein. Y hablo de Pdvsa porque es de la que hay evidencias; sin embargo, me aseguran que la relación con rojas instancias ha sido muy nutritiva para este descendiente de tan ilustre familia merideña. Del otro rector, Márquez por apellido él, lo recuerdo en 2006 como pretor del entonces candidato Manuel Rosales, era la alcabala que debía superarse para llegar a su paisano. Y así se multiplican los cuentos de este par de muy ilustres miembros de nuestra dirigencia, la misma en la que no cesan de pescuecearse unos a otros por un cargo así sea de jefe civil en Guardatinajas.

¿Por casualidad ustedes saben quién fue Charles Dunbar Burgess King? Y permítanme una digresión final, él fue presidente de Liberia, en el África Occidental desde 1920 hasta 1930. No los voy a aturullar con datos de esa nación, solo quiero darles a conocer que en 1927, en las elecciones generales que celebraron en dicho país, el señor Burgess obtuvo el triunfo con un total de 243.000 votos.  Pero… daba la inusual circunstancia de que solo había 15.000 votantes registrados en el padrón electoral. No les extrañe que unos resultados similares sean acreditados por estos distinguidos funcionarios, para los que la cofradía de alcahuetas de siempre anda exigiendo un cheque en blanco de solidaridad.

© Alfredo Cedeño

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