No es con ellos lo que ocurre; al menos pareciera no ser con ellos. Los secuaces perfectos del régimen tiránico-criminal. Callan para no otorgar nada. Parecen estatuas de cera. No por lo lindas, precisamente. Están, porque uno sabe o cree saber que están allí, petrificados, firmando y afirmando las órdenes «de arriba», inmutables, impasibles. Lo peor: creen que serán objeto del olvidadizo perdón más lánguido, cuando todo transcurra, como transcurrirá. No aparecen, pisan pasito, para no figurar y no resultar soporte de la enorme calamidad diaria.
Ya ni dan la cara en algún acto llamativo, floreado o colorido. Dejan pasar la tragedia, como quien la mira absorto desde la platea. No se sienten convocados a responder por las inmensidades del drama humano que se siente en la región (en las regiones). El de Miranda se decía pichón, heredero político, negociador, para atajar en sus manos la borra de este café sangrante. Para quedarse políticamente con lo que quede del desastre. Por lo tanto, se hace el que no es con él, para procurar no embarrarse de mefíticas sobras bajas. Se cree empinado por sobre todas las desgracias no propias, ajenas. Así los alcaldes. Se matan a plomo dos agentes, uno de ellos el escolta de un burgomaestre mirandino y nada, dos jóvenes cadáveres más para la cuenta de la morgue.
Andan todos como bajo soporífero sueño distanciador de la realidad. Extraviados de la misma, como si de irresponsables atados se tratara. Con ojos saltones mirando al cielo. Días enteros sin electricidad y ni un pronunciamiento, mentiroso o no (como antes solían hacer), se derrumban municipios y estado por las lluvias, y pareciera que eso no es aquí en Miranda (tal vez ocurre del mismo modo, seguro ocurre del mismo en todo el país, pero esta es mi zona de vivencia, acción y comprensión) sino un cuento al que se acercan sonreídos o que escuchan exacerbados antes de dormir (¿Duermen?). ¿Dónde están los alcaldes y el gobernador ocultos cuando la gente sale en plena pandemia a protestar porque no hay gas, ni más leña que llevar; agua, alimentos, efectivo, transporte encarecido, salud efectiva, trabajo digno? ¿Se esconden bajo los escudos de las franelas rojas, en festividades de triqui traquis llamativos por los ruiditos causados?
Se desborda la violencia en Miranda, la que impone el régimen con sus fuerzas de aplicadores de una pena de muerte también inexistente en nuestro ordenamiento legal, y la otra: la que aúpa el régimen entre armas y narcóticos de los desadaptados generados por sus deseos de poderes alternos, y otra más: la que genera el desespero diario por el hambre. Y nadie habla de un plan de contención, sería contradictorio. Pena ajena dan en su desempeño oficial, apegado a esas incontrovertidas órdenes «de arriba». Creen que resultarán salvados, así, del escarmiento que merecerán, que ya merecen, quienes secundaron o ejercieron de cómplices siniestros, silentes, pero actuantes.
¿Estarán yacentes ya en los túneles de escondrijos recientemente denunciados como conchas de los adláteres? No se ven aportando una solución, alguna, al intento de supervivencia ciudadana. ¿Se los tragó la tragedia y no nos dimos cuenta? No es sólo la pandemia. Pareciera que ante el desplome abrupto de servicios, de la economía, de los empleos, de la dignidad personal, de los derechos humanos, de la legalidad; en fin, del Estado resquebrajado, alcaldes y gobernador (es) dejan que todo pase como si fueran una inexistencia, un mal recuerdo de atravesamiento, de despótico colocamiento político en cargos que les estorban, que realmente desprecian, como a la gente. El problema venezolano no radica sólo en el poder central, también el menudo y cercano de alcaldes y gobernadores que con su inercia estorban la vida ciudadana. A cercén definitivo con esos estorbos petrificados sobre las ruinas.
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