Una de las aspiraciones más elementales del individuo es vivir en un país cuyas instituciones sean tan sólidas y confiables como para brindarle un mínimo de seguridad jurídica. La única posibilidad de que esto exista depende del respeto y sujeción de los órganos del Poder Público y de los ciudadanos a la Constitución y a las leyes. Recuérdese que el artículo 2º del Código Civil venezolano dicta que “La ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento”.
La ciudadanía debe saber cuáles son sus derechos y el modo, lugar y tiempo de ejercerlos. También debe saber cuáles son sus deberes y, dicho sea de paso, además le conviene estar al tanto de las obligaciones y atribuciones propias de los órganos del Estado. La gente necesita tener una idea de lo que está permitido hacer y de lo que no se debe hacer. Avanzar cuando el semáforo está en rojo es una infracción. Sustraer un bien ajeno es un delito. Asesinar a una persona, salvo que sea en legítima defensa, es un crimen. Todos estos actos generan consecuencias y el ciudadano común lo sabe.
Sin embargo, este conocimiento no garantiza el ejercicio de las libertades y el cumplimiento de las obligaciones cuando las normas se modifican o violan arbitrariamente, al margen de los procedimientos establecidos y contra los principios de supremacía constitucional e imperio de la ley. Es lo que ocurre cuando se ha perdido el respeto a las instituciones y se piensa que todo es posible, incluso traspasar los límites.
Saber a qué atenerse, en eso consiste la certeza jurídica. Pero en Venezuela no basta con eso, cuando el ciudadano se topa con un funcionario que pretende imponer su propia interpretación de autoridad o de poder, al margen de la legalidad, por el mero hecho de vestir un uniforme, lucir una chapa y portar un arma. De ahí que una alcabala en la ciudad o en la carretera, lejos de representar para el ciudadano común un punto de control por razones de seguridad o un punto de auxilio para casos de necesidad, signifique, en cambio, un obstáculo y un peligro. En ocasiones, ni siquiera se trata de una alcabala, sino de una emboscada.
Viajar por tierra o hacer turismo en Venezuela se ha convertido en una aventura extrema. Los conos anaranjados son una pesadilla hasta que se les deja atrás. Es probable que el policía o el guardia que nos obliga a detenernos, que saluda con desconfianza, que mira el interior del vehículo como esperando encontrar un botín, que solicita nuestros documentos y se pasea con ellos alrededor del carro, que registra e indaga acerca de dónde venimos y hacia dónde vamos esté haciendo su trabajo. Lo que no forma parte de sus atribuciones es incautar los bienes de los viajantes, exigir facturas de dichos bienes, obligar a revelar la clave para desbloquear el celular y mucho menos exigirles dinero o quitárselo cuando se trata de divisas. Esta práctica, que se ha hecho habitual, es un abuso de autoridad y una desviación de la función pública. Esto es puro y duro “matraqueo”, un delito.
En temporada navideña, a pesar de la crisis económica y de los trastornos derivados de la pandemia, muchos son los venezolanos que para compartir las fiestas con sus familiares se animarán a emprender el viaje a otros pueblos y ciudades. Ya sea en auto particular o en autobús, el periplo será una aventura dada la incertidumbre, según el talante y la intención de los cuerpos de seguridad que encuentren en la vía. Se trata de un problema de vieja data nunca resuelto: ¿hay que eliminar o no las alcabalas? ¿Cuál es su utilidad? ¿Cómo evitar que se conviertan en emboscadas?
@lilianafasciani