Llegaba a la facultad de humanidades y Educación de la Universidad de los Andes con cierta regularidad a saludar a sus amigos, profesores y estudiantes de las escuelas de Letras, Educación e Historia y en una de esas intempestivas visitas me lo presentaron. Ya Jiménez Ure tenía un respetable camino andado como escritor, tenía cierta notoriedad entre los jóvenes narradores residenciados en el occidente de Venezuela. Cuando le conocí ya Alberto había publicado Acarigua, escenario de espectros y Lucífugo. Poco a poco fui conociendo y familiarizándome con la portentosa prosa narrativa de este hacedor de asombrosos e ígneos universos ficcionales y trabando amistad intelectual con el escritor que se ganaba la vida como empleado público en la Oficina de Prensa de la bicentenaria y autónoma Universidad de los Andes de Mérida (Venezuela).
En esos días en que conocí a Jiménez Ure yo venía de un complejo proceso cismático del espíritu y experimentaba intensos descalabros en mi edificio mental e ideológico del cual había abrevado como exmilitante de la teología ateològica conocida como marxismo que intoxicó a media humanidad durante la segunda mitad del siglo XIX y todo el largo y dilatado siglo XX. Ciertamente, Alberto era “duro y destemplado” con su escritura. Su nombre figuraba entre las más inteligentes y beligerantes “plumas” de los diarios locales y regionales de Mérida, a saber: Frontera, El Correo de los Andes, El Vigilante y también sostenía con idéntica pasión política y literaria una columna en los diarios caraqueños El Universal y El Nacional. En este último diario aún escribe semanalmente enalteciéndome al compartir los días jueves el espacio de la sección de Opinión de este aguerrido y combativo periódico nacido de la mano del mítico y legendario narrador y ensayista venezolano Miguel Otero Silva.
Dentro de la historia de la cuentística y de la novela venezolana del XX y XXI este prolífico y enjundioso narrador afincado en los Andes venezolanos desde por lo menos hace más de medio siglo ocupa un destacadísimo lugar de insoslayable privilegio descollando como un auténtico maestro de un “Ars narrativa” que descubre vetas sobresalientes por su impecable factura lingüística (aportes y contribuciones lexicales y neolinguísticas de personalísimo sello expresivo). No por nada el gran poeta, crítico literario y ensayista venezolano Juan Liscano ponderó con serena sindéresis y ecuanimidad analítica la obra literaria de Jiménez Ure como una de las más aquilatadas en lo referente a originalidad formal e incluso en lo tocante a sus desafiantes u osados ejes temáticos. Yo, -sin temor a incurrir en el más mínimo ápice de exageración-, afirmo categóricamente que Jiménez Ure es nuestro Rudyard Kipling de la literatura venezolana.
En todo caso, ahí está su obra que habla por sí sola y ya no necesita por fortuna de la exégesis apologética de la reseña lisonjera y ni de los prologuillos de ocasión. Por Jiménez Ure hablarán sus libros enhorabuena muníficos. Cuando en el futuro la historiografía literaria venezolana deba realizar los saldos que dejó para la posteridad la producción estético-escritural de los últimos 150 años en materia de narrativa no podrá soslayar este “homme de lettres” y “enfant terrible” de la narrativa fantástica nacional del último siglo y medio del relato corto y de la novela corta de Venezuela. Yo me envanezco y celebro con júbilo y regocijo espiritual haber descubierto tempranamente a este escritor raro de la literatura venezolana y de haberme ocupado de leer con frenética fruición la vasta obra escrita de este narrador, poeta y ensayista que no cesa de subvertir los cánones literarios establecidos por la tradición académica e institucionalizada en Venezuela.