Pensábamos que era simplemente el más romo de los pequeños funcionarios del PSOE. Y que el partido lo había puesto ahí, en 2004, para estrellarlo contra el muro de unas elecciones que toda su dirección daba por perdidas. «Pulverizar a Rodríguez Zapatero» –te decían por entonces, con la mayor frescura, los altos capitostes del PSOE– «es pulverizar a nadie. Sale casi gratis. Ya tendremos tiempo luego para elaborar una estrategia seria. Con un líder serio. Se trata ahora de minimizar las bajas. Zapatero es la mercancía más barata que ofrendar a la derrota». Apenas tres días después de aquella conversación que no olvidaré fácilmente, llegó el 11-M. Y sobre el impulso de su onda expansiva, Zapatero aterrizó en Moncloa. Y allí se ancló siete años.
Todo lo que mi interlocutor me había contado como un chiste ingenioso se reveló cierto: el desprecio que, hacia aquel donnadie, exhibían las altas cabezas rectoras del socialismo; su nulidad intelectual tendente al cero; la completa ignorancia de los juegos internacionales que iba, de inmediato, a dejarnos por completo fuera de cualquier zona de influencia respetable; el resentimiento, tan peligroso, del hombre no demasiado inteligente en cuyas manos el azar ha puesto un poder inmensamente por encima de sus capacidades… El político español es, de natural, mediocre. A Zapatero, calificarlo de mediocre sería hacerle un elogio mayestático, casi ofensivo.
Pero todo acaba: es una ley de la materia. También a las nulidades, aunque parezca increíble, les llega el momento de salir de escena. Con la cabeza gacha y casi a cogotazos, como fue lo suyo. Provocando la mayoría absoluta más asombrosa de nuestra historia: cualquier cosa parecía soportable –incluso Rajoy–, con tal de quitarse de encima el peso de aquel mal remedo del Peter Sellers que en Being there (novela de Kosinski, aquí llamada Desde el jardín) mostraba hasta dónde en política puede llegar un pobre tipo nada sobrado de neuronas.
Y, tontamente, dimos por hecho que el vapuleado retornaría a su jardín. Con la estupenda jubilación, eso sí, que nunca hubiera soñado. Y que podríamos, al fin, olvidarlo, como un mal sainete cuya representación nos salió carísima en los tiempos más duros de la crisis financiera.
¡Ingenuos de nosotros! Zapatero reapareció enseguida. Como consejero áulico. ¿De quién? ¿Y a quién va a poder asesorar un cerebro de su asombrosa envergadura, que no sea a otro, de envergadura aún más asombrosa? Tanteó el mercado, buscó, se ofreció… Lo contrató Maduro. Ahí sigue. Ha sobrevivido a las atroces represiones contra la oposición venezolana, al crimen asentado como única lógica de Estado, al narcotráfico inserto en todas las instancias del poder chavista… Ahí sigue: Delcy, la de Barajas, lo llama «mi príncipe»; tal para cual. Pero sigue. Con la misma sonrisa alelada de toda la vida. Como si nada de eso le concerniera. Como si nada de eso lo hundiera cada día, es muy bondadoso decir que en el fango.
En Alemania, haberse convertido en asalariado del Gazprom del dictador Putin bastó para que todo ciudadano decente –incluida la fiscalía– viera al otrora ilustre canciller Schröder como un forajido moral procesable. Pero hay países, en los cuales al pícaro es costumbre alzarlo a la condición de héroe. Países en los que nunca nadie paga nada. Y cobra siempre.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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