OPINIÓN

Al encuentro de la glásnot

por Vicente Carrillo-Batalla Vicente Carrillo-Batalla

 

La apertura o glásnost se asocia a la diafanidad de las instituciones del Estado en todas sus vertientes–, a la franqueza y honestidad de quienes ejercen circunstancialmente una determinada función pública y a la transparencia devenida en indicador primordial de todo lo que acontece en un régimen democrático –la condición imprescindible para que el ciudadano pueda ejercer de manera eficiente y libre sus derechos fundamentales–. En la extinta Unión Soviética, la glásnost se enfocaba en liberalizar el sistema sociopolítico, estipulándose libertades y asegurándose la debida confianza para el despliegue de los medios de prensa al momento de remitir sus críticas constructivas al gobierno en funciones. 

En la Perestroika o el nuevo pensamiento para su país y el mundo contemporáneo, Mijail Gorbachov se propuso no solamente convertir a la Unión Soviética en una economía de mercado sobre la base la apertura, la libertad de elegir y una constructiva relación social y comercial con los países de occidente, sino además quiso dar por terminada la era del predominio de la propaganda y del aparato represivo del Estado como soportes del régimen. Entre otras acciones, liberó a los presos políticos y eliminó todo motivo de opresión y rechazo a la disidencia, favoreciendo el debate de las ideas en el plano interno y alentando una actitud genuinamente entusiasta alrededor de las reformas propuestas. La glásnost llevada a efecto en 1985 liberó de controles a los medios de comunicación, permitiéndoles a partir de entonces contribuir a la formación de una opinión pública nacional e internacional despojada de la verdad oficial –aparecía tímidamente una libertad de expresión que hasta entonces había sido inexistente–. Lo más significativo de todo esto, se contrajo sobre todo a decir la verdad prescindiendo de si era o no políticamente correcta, tanto en perspectiva histórica, como por aquello que fuere concerniente a la realidad contemporánea. Y todo ello terminó por descorrer el velo que ocultaba los buenos ejemplos y elevados estándares de vida de los países desarrollados de Occidente. 

La libertad de expresión permite al ciudadano indagar, recibir y divulgar informaciones diversas e ideas propias o de terceras personas, haciendo uso de todos los medios a su alcance. En una democracia liberal que garantice este derecho fundamental, el ciudadano no puede quedar sujeto a censura previa, aunque sin duda asumirá las responsabilidades que establezcan las leyes aplicables sobre todo cuanto diga o divulgue a través de los medios a su alcance. En puridad de conceptos, se trata de un derecho humano que es consustancial a todo ciudadano y que igual ha sido protegido por el derecho internacional. Esto nos lleva a considerar el asunto de las redes sociales que en buena medida han socavado el poder comunicacional de los medios tradicionales. La comunicación vía Internet se viene utilizando cada vez más como mecanismo idóneo y de inusitado alcance, para asegurar el desenvolvimiento del derecho a expresar libremente el pensamiento, así como la libertad de acceder a la información en tiempo real desde cualquier lugar del planeta. Es así como las redes sociales vienen alimentando un nuevo activismo ciudadano que algunos regímenes disconformes pretenden controlar –esos intentos de bloquear accesos o de interferir redes de comunicación, no han sido particularmente exitosos, como demuestran los hechos–. 

La opinión pública como tendencia o parcialidad en una sociedad determinada, no solo se construye y se manifiesta de diversas maneras, sino además resulta determinante para la buena marcha del gobierno en funciones. El sesgo ideológico y contenido político de suyo intrínseco en la propaganda oficial, no es precisamente lo que determina el sentir de la gente –traducido en opinión popular–. Queda claro que es difícil instrumentar políticas públicas sin contar con una opinión razonablemente favorable del común –para ello son esenciales los acuerdos veraces que incorporan el pensamiento diverso y ante todo la voluntad de cumplirlos–. Esa opinión se traducirá en voces de apoyo o de protesta, incluso en manifestaciones populares de calle. Es en esos casos de manifiesta disconformidad con la acción de gobierno, donde suelen aparecer los intentos de control por parte de las autoridades –también el odioso y las más de las veces contraproducente recurso de la represión–. Ahora bien, nunca la opresión será tan eficaz como la conciliación de visiones y posturas frente a un hecho determinado –de ello sobran ejemplos–. Nada pues, es comparable a la glásnost como recurso al alcance de los regímenes democráticos. 

Lo antes dicho sobre la glásnost, la libertad de expresión y la opinión pública nos lleva al tema de la institucionalidad democrática y sus naturales contrapesos. La verdad sobre los hechos prevalece sobre palabras y discursos que pretenden confundir o hacer valer visiones alternativas que no se corresponden con la realidad tangible, aquella que predomina sobre bloqueos a sitios web y redes sociales contaminadas. Porque la verdad, venga de donde venga, siempre encontrará un cauce entre las grietas que a su paso van dejando las maniobras y componendas de las parcialidades políticas, y habrá de resplandecer, antes o después, por sobre todas las cosas.