El mundo progre, aquí, allá y acullá, está de luto desde el miércoles. Todos sus augurios, todos sus dogmas de fe, todas sus falsarias noticias, en resumidas cuentas, toda su supremacía moral, se han diluido cual vulgares azucarillos. Ahora resulta que el tonto hiperventilado que nos dibujaron con la desvergüenza que les caracteriza, Donald Trump, es un animal político y un comunicador excepcional. Ahora algunos se enteran de que la ciudadanía está hasta el arco del triunfo de la cínica, vomitiva e ininteligible jerga de los políticos y de sus complejitos. Ahora comprobamos que nadie como él ha entendido que la gente anhela, básicamente, dos cosas: bienestar y seguridad, es decir, nula inflación y cero inmigración ilegal.
A mí me gusta más el fondo de Trump que sus a veces insultantes formas. Como me embraveció la invasión del Capitolio de enero de 2021 que no frenó en seco. De la misma manera que me descojono de los que tildan aquello de golpe de Estado: un asalto al poder se hace con tanques, no con un sombrero con cuernos de bisonte y piel de oso como el que portaba el ya celebérrimo Chamán de QAnon, cuyo ridículo look ha quedado para la historia como símbolo de esa algarada. ¿Alguien en su sano juicio se cree que el 6-E iba a derivar en un cambio de régimen? Por cierto: esos mismos que hablan de putsch trumpista jamás criticaron los Rodea el Congreso del delincuente Iglesias. Dicho todo lo cual he de resaltar que me gusta mucho más lo que hace el comeback kid neoyorquino que lo que dice, especialmente en el apartado económico.
Y entre todas las novedades que va a traer su resurrección hay una que se me antoja agua bendita: el fin del wokismo, ese pensamiento único parido en las universidades californianas que impone por las buenas o por las malas el neocomunismo como único patrón moral. Esa corriente que establece, por ejemplo, hasta treinta géneros diferentes, cuando toda la vida de Dios fueron dos, otra cosa son las libérrimas orientaciones sexuales. Se acabaron las chorradas esas del «ellos, ellas y elles» y las memeces de los «binarios», «los intersexuales», los «transgénero», los «cisgénero», los «agénero» y los «fluidos». Finiquitados quedan el mundo Pedro Sánchez, el mundo de la liberavioladores Irene Montero y, por supuesto, el mundo Errejón, ese agresor sexual al que tenemos que disculpar porque está malito de la cabeza. Punto y final a que tíos participen como tías en competiciones femeninas alterando la igualdad de oportunidades. Bye, bye a que haya un James Bond mujer y negra cuando Sir Ian Fleming, el padre de la criatura, dictaminó que era varón y blanco. Adiós a la cultura del odio a Cristóbal Colón, derribo de estatuas incluido, pese que es el protagonista de la mayor gesta de la historia de la humanidad al llevar luz a un continente que vivía sumido en las oscuridades de la pederastia, la antropofagia y el maltrato a la mujer. Luz de gas a la obligación de emplear el lenguaje neutro en las comunicaciones oficiales. A tomar viento esas películas de Disney en las que brujas lesbianas se autoinseminan o esos dibujos animados en los que un personaje se declara «no binario» o «drag queen» volviendo tarumbas a los niños. Puntilla al «ellos y ellas» de las alocuciones de Sánchez. Cristiana sepultura a la apología de Hamás y ETA, los buenos, y a la criminalización de Miguel Ángel Blanco e Israel, naturalmente los malos.
No más cultura de la cancelación. Vuelta a la normalidad. Hemos recuperado el control de nuestras vidas. Ya era hora.
Artículo publicado en el diario La Razón de España