Crecen día tras día las protestas en Estados Unidos en torno a monumentos, estatuas, edificios, retratos e instituciones que festejan u honran a personajes que encarnaron algunas de las peores causas de la historia del país. El 20 de junio le tocó a la efigie de Andrew Jackson frente a la Casa Blanca, el séptimo presidente del país y héroe de la guerra de 1812 contra los ingleses. Sin embargo, también fue el mandatario que deshonró los tratados firmados por Estados Unidos con las naciones Cherokee, desterrando a unos 17.000 de sus miembros a lo que hoy es Oklahoma en una trágica marcha genocida, conocida como el Sendero de las Lágrimas, en la que miles perecieron.
Hasta ahora, con algunas excepciones, el proceso de ajuste de cuentas con la historia ha involucrado, principalmente, a figuras asociadas con la esclavitud o el racismo dirigido contra la población de raza negra. Han surgido algunos casos aislados que involucran a la población hispana: un par de esculturas del padre Junípero Serra en California, y del conquistador español Juan de Oñate, en Nuevo México. Ambos son rechazados por grupos indígenas, el primero por protagonizar una violenta época de canonización en las misiones que fundó y el segundo ha sido acusado de genocidio.
Hasta aquí, esta forma de acercarse a la historia, en un país en buena medida carente de un sentido de la historia -según observadores extranjeros desde principios del siglo XIX- no ha sido abrazada por demasiadas personas de a pie, pensadores, estudiantes latinos en Estados Unidos o en América Latina. Pero el dilema no es nuevo en México, Perú u otros países de la región.
Hace casi año y medio, el entonces nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, dirigió una carta al rey de España, exigiendo que pidiera perdón por los estragos de la Conquista. En México, apuntan varios académicos, no hay ninguna estatua que recuerde a Hernán Cortés; acaso una calle, el Mar de Cortés en Baja California, el Paso de Cortés entre los dos volcanes, y el Palacio de Cortés en Cuernavaca. No habrá más. En Lima, sí hay una estatua de Francisco Pizarro, el conquistador, pero el tema no ha provocado mayor discusión por ahora.
No obstante, es probable que el movimiento contra los símbolos de la esclavitud y el racismo hacia los estadounidenses de raza negra se extienda pronto a los hispanos de distinta ascendencia. Asimismo, puede centrarse en figuras más recientes que las de Sierra u Oñate, ya que no faltan símbolos más o menos pertinentes y conocidos de agravios reales, o vistos como tales por la población latina en Estados Unidos. Se puede extender a Theodore Roosevelt, quien participó en la guerra contra España, la cual convirtió a las colonias españolas de Cuba y Puerto Rico en virtuales colonias estadounidenses. Puede dirigirse a los “héroes” de El Álamo, o a los que conquistaron México: Winfield Scott, James Polk, o los pobladores texanos como Stephen Austin o Sam Houston. Y si los estudiantes latinos de California se ponen a escudriñar la historia de las razias antichicanas y antipachucos de los años veinte, treinta y cuarenta, o las deportaciones masivas de mexicano-estadounidenses después de la Primera Guerra Mundial, o en la Operación Espalda Mojada a principios de los años cincuenta, no faltarán personalidades cuyos nombres estén inscritos en monumentos o instituciones que sean objeto de rechazos enardecidos.
¿Es esta la mejor manera de asimilar la historia? ¿Se trata de un camino adecuado para que estadounidenses de todas las clases y etnias comprendan que la historia sí importa? Probablemente no, pero como sostengo en mi nuevo libro, America Through Foreign Eyes, es la opción que hay, y es mejor que nada. El hecho de que en este país se discutan, o incluso se confronten, por temas históricos —la exterminación de los pueblos originarios, la esclavitud, las leyes Jim Crow en el sur, el racismo virulento y duradero contra personas de origen chino o mexicano— constituye un avance enorme para el país. Que en cada caso, los partidarios de la revisión histórica tengan razón, es improbable. Pero el debate y la aproximación a la historia importan mucho más que cada detalle, que cada monumento, que cada personaje impresentable.