No es nada nuevo. Un alto porcentaje de la sociedad norteamericana invariablemente ha sido partidaria del aislacionismo. Tal vez fue eso lo que defendió George Washington, el primer presidente de Estados Unidos, cuando dijo en su larga carta de despedida del poder, el 17 de septiembre de 1796, desde Filadelfia, donde entonces estaba la casa de gobierno:
“Europa tiene un número de intereses primarios que no tienen relación alguna con nosotros, o si las tienen es muy remota. De aquí resulta que debe hallarse envuelta en disputas frecuentes, que son esencialmente ajenas a nuestros negocios. Sería, por consiguiente, una imprudencia que nos implicásemos, sin tener un interés, en las vicisitudes comunes de su política, o en las combinaciones y choques de sus amistades o enemistades”.
Tal vez George Washington tuvo razón. Estados Unidos era entonces una nación que ocupaba solo un fragmento de la zona atlántica, dividida en 13 estados más o menos independientes, por cuya supervivencia nadie, en su sano juicio, apostaba un céntimo.
No los unía el amor a la República recién creada, sino el espanto a los casacas rojas del ejército británico, a los “mameyes”, como les llamaron los cubanos cuando La Habana, en 1762, fue ocupada por los ingleses durante unos meses. Se trataba de la hora de los mameyes.
Sin embargo, la inercia social, la evolución natural de las sociedades durante más de dos siglos y, sobre todo, la inmigración, han llevado al país en la dirección contraria: a la globalización, a las alianzas internacionales, al mestizaje y al multiculturalismo.
La primera sorpresa fue de Thomas Jefferson, el tercer presidente de Estados Unidos. Tuvo que hacerle frente a dos violentas sacudidas: envió a James Monroe y a Robert Livingston a negociar la adquisición de la ciudad de New Orleans, desde la que se controlaba el río Misisipi, pero Napoleón, ante la probable indefensión del territorio frente a los ingleses, por medio de Talleyrand, su canciller, ofreció venderle toda la Luisiana por 15 millones de dólares, incluida, claro, New Orleans.
Era una bicoca. La Luisiana tenía más de 820.000 millas cuadradas. (Nada que ver con el tamaño actual del estado de Luisiana). Duplicaba el territorio de Estados Unidos por 18 dólares la milla cuadrada. Pero ¿qué se haría con los millares de franceses transterrados? A los colonos blancos y a sus descendientes se les otorgaron todos los derechos, entre estos el de hablar francés y controlar sus propiedades de acuerdo con el derecho francés. Había nacido, aunque entonces no se llamara así, el multiculturalismo.
La segunda no fue exactamente una sorpresa, pero puso a prueba la capacidad de operar una fuerza naval estadounidense muy lejos del territorio frente a un enemigo común: los estados berberiscos del norte de África, dedicados a la piratería y al cobro de rescate de los marinos, especialmente los norteamericanos. Ante el enemigo común desaparecían las diferencias entre los virginianos y los georgianos. Surgió el primer héroe de la infantería de marina: Stephen Decatur, nacido en Maryland.
Es cierto que Thomas Jefferson era un gobernante pacífico y constitucionalista a quien le repugnaba actuar contra otras naciones. No obstante, sus responsabilidades como presidente le colocaron ante una coyuntura difícil: duplicar el territorio de la Unión, algo que no estaba en sus planes ni formaba parte de sus poderes republicanos, lo que con frecuencia le recordaban amargamente sus adversarios políticos en el Congreso, y actuar a miles de kilómetros de sus costas, en una guerra que hoy calificaríamos como “imperial”.
Pocos años más tarde el núcleo de fricción (hoy se llama “eje de confrontación”) fue la incorporación de Texas. El vasto territorio, con apenas 5.000 colonos, en los años veinte del siglo XIX formaba parte de México. pero comenzaron a invitar norteamericanos a instalarse en el país vecino donde recibirían una buena dotación de tierra. Uno de ellos fue Sam Houston. Tras una guerra breve, en la que perdieron los mexicanos, dirigidos por el pintoresco general Santa Anna, los norteamericanos declararon la República de Texas.
El primer presidente fue Sam Houston y no tardó en pedir la anexión a Estados Unidos. Esta fue concedida en 1845 tras un fiero debate nacional que duró casi una década. Como siempre, hubo una gran batalla moral sobre lo que era, sin duda, un acto imperial de conquista muy alejado de los principios que animaron la creación de la primera república moderna, solo que ya había una teoría para sostenerlo.
En efecto, se llamaba Destino Manifiesto y proponía que Dios había dispuesto que Estados Unidos fuera el gran factor civilizador en el Nuevo Mundo. El que sabía cómo gobernar y hacer las cosas. El país que había deslumbrado a Alexis de Tocqueville y, a su manera y por otras razones, a Karl Marx, estaba llamado a convertirse en la primera potencia del planeta.
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