OPINIÓN

Aires de guerra

por Antonio Sánchez García Antonio Sánchez García

La guerra es la continuación de la política por otros medios”.

Von Clausewitz, De la guerra

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El viejo precepto romano, “si quieres la paz, prepárate para la guerra” procede del clásico Epitoma Rei Militaris, del escritor romano Vegecio, cuyo nombre completo era Publius Flavius Vegetius Renatus. En latín la famosa frase dice textualmente, “Igitur qui desiderat pacempraeparet bellum“. De  indiscutible vigencia por sobre los 2.500 años que nos separan de su creador, ya nadie duda de que, en efecto, “quien quiera la paz, debe prepararse para la guerra: qui vis pacem, para bellum”. Lo escribió entre el 383 d.C. y el 450 d.C. Vale decir, finalizando el reinado del emperador Graciano y cuando el Imperio Romano hacía mutis. Se ha hecho proverbial en tiempos en que la necesidad de dirimir graves conflictos, prefiere la evasión por la vía de los diálogos y los acuerdos, rotos en cuanto la voluntad de apoderarse del poder vuelve a sobreponerse por encima de la voluntad de los contendientes por alcanzar la paz.  Que es cuando la experiencia vuelve a buscar en el pasado las claves para enfrentar el presente. Y vuelve a imponerse la indiscutible verdad de que quien persigue la paz debe estar preparado para enfrentar la guerra e imponerse a sus mortales enemigos.

“Sin incurrir en exageración alguna, hay que admitir que las condiciones están reunidas para que el jefe de Estado acepte que existe en Colombia un estado de conmoción interior (art 213 de la CN) y tome las medidas necesarias para  “conjurar las causas de la perturbación e impedir la extensión de sus efectos”. Quien lo dice es el analista político colombiano Eduardo Mackenzie. La respuesta del general Vladimir Padrino y ministro de la defensa de Venezuela no se hizo esperar: “Están montando una novela por entrega: los primeros capítulos asoman la repetida historia del «Bombardeo de Angostura» (Ecuador 2008). Nosotros velaremos por nuestra soberanía y responderemos militarmente; y lo haremos de manera contundente en legítima defensa. ¡No se equivoquen!” Reafirmaba así el santuario territorial que Maduro le asegura a sus aliados de las narcoguerrilla, con las cuales se alinea, y cerraba toda posibilidad de auxilio para que los ejércitos colombianos pudieran hacerles seguimiento en territorio fronterizo venezolano a quienes retoman las armas y reinician la guerra civil colombiana. Los comentarios a traves de las redes de parte de los seguidores de la dictadura no se hicieron esperar: “Y nosotros el pueblo venezolano estamos ya preparados para enfrentar cualquier reto que ose de poner la oligarquía pitiyanke colombiana al noble pueblo de #Venezuelasi violan nuestra soberanía nosotros la defenderemos así toque visitar a #Bogotásin preámbulos no se equivoquen!”

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La dictadura toma partido en el grave conflicto colombiano, poniéndose de parte de las guerrillas, el Foro de Sao Paulo, el régimen cubano, las izquierdas hispanoamericanas, la progresía occidental y la proverbial alcahuetería del socialismo noruego: llama al diálogo. Como Rusia, China, Siria, y el Estado Islámico. Quien no quiera enterarse de la potencial amenaza mundial que este conflicto encierra, y continúen evadiendo la situación refugiándose en el estúpido amparo dialogal, no hace más más que seguir sirviendo de tonto útil a la disgregación, la anarquía y el caos. Sin consideración de la ruptura por parte de las guerrillas de los años de diálogos en La Habana bajo el patronato del ex presidente Juan Manuel Santos. Una contradicción que no tiene otra explicación que la de usar el truculento recurso de los diálogos como táctica dilatoria para encubrir el belicismo de las narcoguerrillas: disparar con la izquierda y dialogar con la derecha.

Lo expresa sin ambages Vladimir Padrino: “Venezuela hace votos por la paz en Colombia, un asunto que deben resolver los colombianos y colombianas (sic) a través del diálogo y retoma de un proceso transparente, serio y responsable entre las partes. Nuestro pueblo no quiere seguir siendo víctima de este conflicto.” ¡Cómo si quisiéramos seguir siendo víctimas del intolerable conflicto que él, como ministro de guerra de la tiranía casrocomunista venezolana, representa! Un inmediato comentario de una tuitera desde Brasil subraya la solidaridad del lulismo con la dictadura venezolana y las narcoguerrillas colombianas: “Envío mi solidaridad a Venezuela que no está mereciendo sufrir este trastorno provocado por la mala y lunática política colombiana”. Los culpables por este conflicto que ya sobrepasó el medio siglo no son las guerrillas castrocomunistas y narcotraficantes colombianas: son los gobiernos democráticos constitucionalmente electos de Colombia.

Con este alineamiento de fuerzas, los actores de un eventual conflicto colombo venezolano están sobre la mesa. La guerra irregular y prolongada golpea a las puertas amenazando con adquirir un carácter permanente y regular. Vivimos una situación prebélica. En medio de una situación prerrevolucionaria y en pleno estado de excepción.

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La grave e insuperable asimetría que ha lastrado la resolución de los conflictos latinoamerianos originados a partir del asalto al poder por el castrismo cubano, el 1 de enero de 1959, pronto declarado afin con el marxismo leninismo, alineado con la política exterior de la Unión Soviética y subordinado a los intereses globales de la Tercera Internacional, es la lucha a muerte por enfrentarse y vencer a quienes obedecen los fundamentos existenciales de la cultura política y ciudadana de la América española: el imperio de la ley y las libertades fundamentales que rigen en Occidente. El libre mercado y el liberalismo político que le corresponde. Que pretenden y debieran enfrentar y aniquilar a todos aquellos que persiguen el establecimiento de una sociedad igualitaria, homogénea y totalitaria bajo el régimen policial de un Estado omnipotente. Y una llamada democracia popular de partido único. Sin libertad de expresión ni de prensa, sin libertad de asociación, sin libertad de producción y comercio, sin derecho a la propiedad privada. En suma, una tiranía carente de los más elementales derechos ciudadanos. Una sociedad regida por el imperio del socialismo. Es lo que desde entonces ha dado en llamarse, en América Latina, castro comunismo.

La guerra le es inherente, está en su esencia. “La violencia es la partera de la historia”, afirmaba Hegel. Marx, su más aventajado discípulo, lo sigue al pie de la letra. Primero, dándole la hegemonía de la acción humana y la gestión de los procesos históricos a la guerra de clases. A la que deben subordinarse todas las actividades humanas. Desde el imperio del industrialismo, bajo el principio de la hegemonía ideológica proletaria, exista o no exista proletariado. Para eso inventa la llamada “consciencia de clase”. Luego, creando al partido revolucionario, depositario de la misión histórica de crear la dictadura y dictándole una dirección estratégica, exista o no exista el proletariado, obligando a las llamadas clases explotadas a subordinarse y obedecer las órdenes del partido único y todo poderoso que dice representarla: el Partido Comunista. Regido por las leyes dictadas por el marxismo. Y convertido en una eficiente, implacable e inescrupulosa máquina de matar a partir de la práctica bolchevique inventada por Lenin. Que no reconoce otro motor de la historia que la lucha, el enfrentamiento, la guerra de clases. Y de militantes profesionales, que hagan de la lucha por el Poder su único y preponderante objetivo. Fue Lenin quien la montara y definiera, creando, como lo señalara Carl Schmitt, el arma más poderosa inventada por el hombre en el Siglo XX: el militante revolucionario. Una máquina al servicio del asalto al poder.

Tanto Lenin, como Trotski, Mao, Fidel Castro, Guevara y todos los militantes revolucionarios que han puesto en práctica el llamado marxismo leninismo en todos los continentes, países y regiones del planeta, saben que la guerra es una necesidad inexorable. Sin la cual no es posible hacer realidad el cumplimiento de la utopía marxista. Un fin, en si mismo. Tan inevitable a escala macrocósmica, como la muerte. Y la paz, como ya la definían los griegos de tiempos de la Guerra del Peloponeso, un reposo transitorio, un periodo de retiro, breve o prolongado, para preparar su continuación. Es el contexto en el que la frase de Vegecio adquiere todo su significado: no es la paz la prioritaria, es la guerra. Qui vis pacem, para bellum.

Esa es la diferencia primaria, ontológica, entre los partidos revolucionarios y los partidos democráticos: los primeros están preparados para la guerra, el enfrentamiento y la aniquilación del enemigo. Los segundos, para la convivencia pacífica en tiempos de estabilidad social, económica y política.

Venezuela nació, creció y se desarrolló en medio y por medio de la guerra. Inició su periplo histórico con dos décadas de feroces, cruentas y sanguinarias guerras de independencia. Con un saldo de aniquilación material y humana de un tercio de su población. Que terminaría redondeando el 50% de la misma con los cruentos combates de la llamada Guerra Federal, que vino a culminar la devastación pendiente. Que, sin exagerar, bien puede calcularse en medio millón de víctimas fatales. Cerró su largo siglo de guerras de montoneras con la de Ciudad Bolívar en 1903 y la acción pacificadora de Juan Vicente Gómez. Desde entonces y salvo la guerra de guerrillas de los años sesenta-setenta, Venezuela, que jamás estuvo en guerra con su vecindario, ha vivido un largo período de paz.

La irrupción del militarismo castro chavista y la aviesa agudización del enfrentamiento político desde fines del siglo XX ha servido de catalizador al sentimiento de enguerrillamiento de la vida política nacional. Venezuela lleva un cuarto de siglo en estado de excepción. El proceso de sometimiento de la ciudadanía a la arbitrariedad del chavismo dictatorial ha vuelto a actualizar la posibilidad de la guerra. La decisión del régimen dictatorial de no soltar el poder, a pesar de su desesperada situación de crisis económica, social y política, y el respaldo que encuentra en Cuba, Nicaragua, Rusia, Turquía, Siria y China, amén del entendimiento con las narcoguerrillas colombianas, que violando los acuerdos de paz han decidido volver a empuñar las armas y resucitar la guerra contra el régimen de libertades que preside Iván Duque, ponen en primer plano la posibilidad real de crear una zona de conflicto bélico en Colombia y Venezuela. Con la muy probable activa participación de Cuba. Y la consiguiente y grave desestabilización de la región. ¿Podrían Brasil, Ecuador y los Estados Unidos, podría el Grupo de Lima y la OEA mantenerse al margen de participar en un conflicto que involucrando a Venezuela y Colombia acarrearía a toda la región en una espiral de violencia?

La situación está pasando de castaño a oscuro. Los pescadores en río revuelto y los traficantes de la guerra deben estar apostando al peor de los escenarios. Qui vis pacem, para bellum.