Hace un par de décadas, los venezolanos que hacían vida en Estados Unidos tenían una buena imagen, eran bien vistos, eran tratados como un grupo diferente dentro de la creciente comunidad hispana.
Diversas razones lo explican. En primer lugar, eran uno de los sectores de la comunidad hispana con mayor poder adquisitivo y con mayor nivel de educación; en segundo lugar, sus integrantes casi no aparecían en las estadísticas delictivas; y, en tercer lugar, se dedicaban a negocios y actividades profesionales normales en la vida norteamericana.
Varios lustros después, las percepciones han cambiado de manera drástica: en algunos públicos y medios de comunicación, los venezolanos son más asociados con delitos, violencia y mendicidad, que con estudios universitarios, un buen poder adquisitivo y una actividad laboral legítima.
Uno de los puntos críticos es la criminalidad. Se trata, obviamente, de una percepción en parte sesgada, construida con noticias e informaciones que privilegian delitos cometidos por personas oriundas de Caracas, Maracaibo y otras ciudades. Tal narrativa ha generado crecientes índices de malestar y preocupación en los territorios del Tío Sam.
Otro punto álgido es la situación de “emergencia humanitaria” que caracteriza a esta diáspora. La pobreza extrema y la mendicidad deben ser atendidas con recursos inmensos que no siempre están disponibles. Aquí hay que incluir la atención médica, la educación y otros servicios. Se trata de un problema complejo y costoso que también genera malestar en la población local que paga religiosamente sus impuestos.
La forma como es percibida esta diáspora solo cambiará cuando los medios y los actores políticos ofrezcan una narrativa diferente, distante del estereotipo; cuando haya mejores controles sobre la migración; y cuando Venezuela pueda superar la actual crisis que vive, pues cesará el éxodo de miles de almas que buscan desesperadamente un mejor destino.
@humbertojaimesq
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