OPINIÓN

Agoniza la república, sobrevive la nación

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

Chávez traicionó a la nación al sustituir el Pacto de Puntofijo por el Pacto de La Habana

Hace tres décadas, al producirse en 1989 el deslave humano del Caracazo, que es punto de inflexión en el proceso de modernización civil iniciado en Venezuela a partir de 1959, Ramón J. Velásquez, memoria del país, expresidente de transición fallecido, me resume el hito: “Los venezolanos –agregaría yo, la nación– abandonaron sus casas para irse a las calles y no regresar”.

Pocos reparan que en ese primer tramo –a partir de 1959– formado por dos generaciones de aquel pueblo que Simón Bolívar denostara desde Cartagena de Indias, en 1812, a fin de justificar su deriva como gendarme necesario: “No está preparado para el bien supremo de la libertad”, a su término, finalizado el siglo XX, se consideró maduro para tomar sus riendas. La república, hotel ocupado por militares y por políticos desde el monagato en 1847, debió ser para lo sucesivo, y no lo ha sido, la sede de la nación.

La república decidió atrincherarse otra vez e impedir que la gente –eso que algunos llaman sociedad civil y tachan por antipolítica– pudiese fisurar el odre de la sociedad política para verterle su vino fresco. Al cabo, la república opta por negar a su hija, a la nación, a esa que hizo crecer y madurar la democracia de partidos que establece la Constitución de 1961.

Sólo un ignorante, de talante fascista y mesiánico como Hugo Chávez Frías –lo que le estimula el argentino Norberto Ceresole al hablarle de posdemocracia en 1995– podía afirmar que, tras él, quedaba el diluvio. ¡De ser así, jamás hubiese salido de Barinitas hacia la capital que le forma! Fue una excrecencia de la república declinante, mas no un hijo de la nación que lo pariese, a la que traiciona permitiendo que al Pacto de Puntofijo le sustituyese el Pacto de La Habana.

Pasó por alto Chávez, como lo hacen quienes desde la plaza de la república aún cocinan sus intereses mezquinos sin mirarse en la nación, que la expectativa de vida del venezolano para 1955 era de 51,4 años. En 1998 sube a 72,8 años. Venezuela, excluyendo a su boutique caraqueña era para 1958 una nación de letrinas –la dictadura perezjimenista construye 149.654 hacia 1955–. No por azar luego se multiplican los acueductos en 65% entre 1959 y 1964, y crecen, exponencialmente, hasta servir en 1998 a 19.142.910 venezolanos.

Habían desaparecido las endemias y epidemias a lo largo del siglo XX. En 1955 cuenta Venezuela con 228 hospitales, de los cuales 89 son privados. Los centros de salud, en poblaciones entre 5.000 y 15.000 habitantes, son 11 y 396 las medicaturas rurales. Y en pleno siglo XXI, cuando aquellas –las enfermedades superadas– regresan e intenta mitigarlas el gobierno de Chávez –el de Maduro es mera virtualidad en lo sanitario– con médicos cubanos importados, se olvida de que en 1998 contaba el país con 39,6 profesionales de la salud (23,7 médicos) por cada 10.000 habitantes y 50.815 camas hospitalarias. Los hospitales generales se elevan a 927, de los cuales 344 pertenecen al sector privado, y los ambulatorios suman 4.027, de los cuales 3.365 son rurales.

A inicios de la dictadura del general Juan Vicente Gómez, constructor de las primeras tres carreteras que cruzan al territorio nacional para darnos textura humana e integrarnos, entre éstas la Transandina, hasta 1955 se construyen 19.927 km. Llegan a ser 95.529 km. en 1998. Y de las 3 universidades públicas y 2 privadas existentes para 1959, nuestra geografía queda regada hacia 1998 con más de 200 instituciones de educación superior.

Era imposible, pues, como me lo decía Velásquez, que la férula opresiva de la república sobre la nación con pantalones largos se mantuviese, más allá de 1989. De allí la crisis de los partidos tutelares, que se vuelven simples franquicias para el trámite de los asuntos del poder clientelar durante las tres décadas siguientes.

Los medios de comunicación reclamaban sus cuotas parlamentarias, mientras otros, desde la empresa privada compran curules para situar a sus hijos dentro de la política a partir de 1998. De nada sirvió el fórceps de la elección de gobernadores y alcaldes propiciada, sólo bajo el calor de la crisis republicana, por Carlos Andrés Pérez. Las cúpulas partidarias, llamadas a invertir la pirámide del centralismo y abrirles el paso a los liderazgos nacientes mejor conectados con la nación, se negaron. Como también frenaron –“para no hacerle el favor a Rafael Caldera”– la reforma constitucional que hubiese impedido el salto al vacío, a partir de 1989, de la constituyente bolivariana. No fueron capaces, siquiera, de armar, con su relativa mayoría, una directiva parlamentaria que le hiciese contrapeso al poder gubernamental que logra Chávez en 1998. Le dejaron el campo abierto. El «excremento del diablo», que tanto molestara al padre de la OPEP, Juan Pablo Pérez Alfonzo, se atravesó en el camino y volvió a hacer de las suyas.

La república bolivariana destruye nuestros fundamentos constitucionales como nación para restablecer a la república de los gendarmes, ayudada, en efecto, por la directiva del último Congreso de la democracia. Se apalanca sobre un ingreso por barril petrolero de 100 dólares. La nación venezolana cerraba su modernidad y la sostenía, en 1999, con un ingreso modesto de 10 dólares por barril petrolero.

Hacia 1810, uno de nuestros padres fundadores, Don Andrés Bello, quien hubo de emigrar y morir como hijo de tierra ajena, Chile, escribe que a fines del siglo XVII empieza la época de nuestra regeneración civil y consistencia duradera, “tras el malogramiento de las minas” descubiertas a principios de la Conquista. Y dice que, entonces, la nación juró “espontánea y unánimemente, odio eterno al tirano”.

Como expresión genuina de cultura y de ciudadanía sólo permanece la nación por atada al vínculo del dolor, hacia afuera y hacia adentro, mientras la república se disuelve en el estercolero de la corrupción.

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