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Afganistán: explicación de una derrota

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En toda guerra la definición de victoria y derrota es política, no militar. Por ejemplo, en Vietnam, Irak y Afganistán las fuerzas militares estadounidenses no perdieron sus principales batallas, pero su país perdió las guerras. La explicación de lo ocurrido tiene peculiaridades en cada caso, similitudes y también diferencias. Analizarlas en conjunto desborda los límites de estas notas, que solo intentarán adelantar unas pocas ideas acerca del fracaso de Washington en Afganistán.

A nuestro modo de ver, el problema fundamental de la intervención de Estados Unidos en ese país, llamado “la tumba de los imperios”, ha sido la vaguedad del fin político que las élites concibieron y pretendieron llevar a cabo. Recordemos que todo empezó con la denominada “guerra contra el terror”, una designación incapaz de sostener una estrategia coherente, pues el terror es un enemigo impreciso, indeterminado, inabarcable y en lo esencial intangible, que muestra su verdadera apariencia en pasajeras, aunque a veces masivas, coyunturas. El terror tiene y no tiene rostro, y cada cual lo mira a su manera. La “guerra contra el terror” da para todo y para nada, dependiendo de cambiantes circunstancias.

Sobre el frágil basamento de un concepto ambiguo, Washington levantó el parapeto de otra consigna, que jugó el papel de fin político aunque en realidad no pasaba de ser un lema: la expansión de la democracia en el mundo islámico, y más precisamente en Afganistán. Se equivocan quienes creen que se trataba de un simple encubrimiento ideológico, tras el cual Estados Unidos ocultó sus ambiciones de dominio. Los que piensan de ese modo desechan, por mezquindad o ignorancia, el genuino aunque candoroso idealismo que anima a muchos decisores estadounidenses.

El problema real, aparte de la cuestionable pretensión de establecer un régimen democrático y liberal en ámbitos culturales que ofrecen escaso abono para alimentar tales semillas, es que otra vez se trató de un fin político equívoco, un fin del que en verdad no podemos conocer su realización plena. ¿Cuándo es legítimo afirmar que la democracia liberal ha llegado o no, en países que jamás la han practicado? ¿Hablamos de la realización de elecciones, de la existencia de un Poder Judicial independiente, de la protección de los derechos humanos de todos? ¿Cuánto es poco y cuánto es aceptable, cuánto es suficiente?

Semejante fin político, la meta de cambiar por completo la cultura política de un pueblo, requería de un inicial compromiso de décadas, de una disposición que podía prolongarse durante mucho más de dos décadas, y de una perseverancia que una democracia como la estadounidense, sujeta a los vaivenes de incesantes ciclos político-electorales, sencillamente no está en capacidad de sostener. Y aún si hubiese existido tal disposición a largo plazo, con todo lo que significaba en términos de inversión de recursos materiales y humanos, el éxito de la misión no podía vislumbrarse con claridad.

Todo ello parece obvio ahora, y ciertamente nuestra evaluación se nutre del beneficio que el paso del tiempo y el desarrollo de los eventos nos proporcionan, una vez que el drama afgano y el fracaso de Washington se muestran con crudeza ante nuestros atónitos ojos. Pero el hecho de que el desastre sea obvio no significa de manera necesaria, por un lado, que las lecciones correctas de lo ocurrido hayan sido o vayan a ser asimiladas, y tampoco, por otro lado, que no se repitan errores similares en el futuro. No lo sabemos.

Lo que sí parece claro, por los momentos, es que Estados Unidos ha sufrido un revés geopolítico de grandes proporciones, que trasciende lo estrictamente militar y hasta lo puramente político, y corroe la médula psicológica, o, si se quiere el tejido espiritual, de una sociedad cuyas élites, antes convencidas de su poderío tecnocrático, hoy sienten el vacío del hundimiento y el quiebre de la autoestima. Lo que es peor, sin embargo, es la profunda decepción del pueblo norteamericano, frustrado ante la incompetencia de sus gobernantes, el sectarismo y parcialidad de sus medios de comunicación, y la desmedida codicia, altanería y fatuidad de sus jefes corporativos.

¿Somos acaso los testigos de la definitiva decadencia de Estados Unidos como gran poder? Es una pregunta válida, pero de muy difícil respuesta. Esperamos no obstante abordarla más adelante, con un propósito meramente exploratorio.

 

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