“Uno de mi calle me ha dicho que tiene un amigo, que dice conocer un tipo, que un día fue feliz “. (Del mismo título. Joan Manuel Serrat).
Miguel entró en mi vida hace poco más de un año, en estos tiempos que suponíamos pospandémicos y han resultado ser pandémicos a secas. Llamó a la puerta de mi tienda, con ese aspecto más que desaliñado que le acompaña y yo le abrí sin reparos. Su ropa traslucía una mala situación, pero su cara transmitía confianza.
Me dijo entonces Miguel que no quería dinero, pero que si le podía pagar un bocadillo en el bar de enfrente porque llevaba dos días sin comer.
Cuando uno tiene un negocio abierto al público, este tipo de situaciones son bastante habituales, pero en el caso de Miguel había algo que no cuadraba. Tras casi treinta años de mostrador, he confrontado con decenas de individuos, buscavidas, drogadictos o alcohólicos a los que el tiempo ha llevado a pedir de puerta en puerta. Miguel era otro tipo de hombre; en torno a la cincuentena, su conversación era fluida o culta, reminiscencia de una vida mejor. Sin duda, nunca se lo he preguntado, circunstancias de otro tipo le habían llevado al lado oscuro en el que ahora se encuentra.
Desde aquel día, en el que preferí darle algo de dinero a pagarle el bocadillo, que luego las costumbres se hacen leyes, Miguel me ha visitado con cierta frecuencia, y aunque su dignidad se lo impide, ya que nunca me ha pedido dinero, le he ayudado en la medida de lo posible, trayéndole ropa usada, sobre todo, ya que tenemos una talla similar, o dejándole cargar el móvil (sí, tiene móvil ) en mi tienda.
Por eso, cuando hace unos días me vino a ver y me dijo: “Julio, tienes que hacerme un favor “, casi me sorprendí. Tengo algún que otro parroquiano por aquí que cuando suelta esa frase es que te va a pedir que ese día, en vez de un euro, le des cinco o diez, porque tiene que coger el tren para ir al entierro de su primo. Algunos de estos, según mis cuentas, han perdido veinticinco primos en los últimos dos años.
Pero Miguel, inteligente, en seguida me miró y me dijo: “No es dinero“.
Se encontraba Miguel en una encrucijada. Me explicó que una tía suya le había invitado a una comida familiar que se iba a celebrar ese fin de semana. Al parecer, la mayoría de su familia desconoce su precaria situación y, de un lado, Miguel quería ir a esa comida con los suyos, pero, como él me dijo: “¿cómo me presento allí con esta pinta?”.
Así que me pidió, por favor, si yo podía prestarle algo de ropa para esa ocasión.
Por supuesto, le dije que sí, y que no se la prestaba, se la regalaba. Por lo tanto, esta mañana, antes de salir de casa, he abierto mi armario y he seleccionado un par de pantalones, una camisa y un jersey, que hasta hace poco fue de mis favoritos y aquí los tengo, en una bolsa de papel, esperando que Miguel venga a por ellos.
Esto, que debería de haberme aportado cierta satisfacción, sin embargo, me ha provocado una inmensa tristeza. Ver mi armario lleno de ropa, la mayoría de la cual no uso hace meses, hasta el punto de no saber qué elegir para darle a este muchacho, me ha llenado de amargura.
¿Ustedes creen que Miguel es feliz? Probablemente no . La cuestión no es esa, ya que en tan precaria situación es muy difícil alcanzar tal estatus. La cuestión que ha hecho que me plantee esta situación es: ¿yo, que me encuentro en una situación de privilegio con respecto a Miguel, soy feliz ?. Pues tampoco. Yo tampoco soy feliz. Y si miro alrededor, la felicidad, en general, escasea bastante.
Es verdad que la vida de cada uno está sujeta a avatares que el resto desconocemos, pero no es menos verdad que el ser humano no parece estar concebido para la felicidad. No somos capaces de poner los pies en el suelo, mirar a nuestro alrededor y darnos cuenta de que, en general, usted y yo somos privilegiados, pero no lo percibimos, porque hemos hecho necesidad de cosas superfluas, de objetos, servicios e intereses absurdos, que no nos dejan disfrutar de lo mucho que tenemos.
El desagradecimiento, la ingratitud, es uno de los peores pecados y defectos del ser humano, seguido muy de cerca por la avaricia y la envidia, pecados todos ellos que son la puerta a la infelicidad permanente. Y no me estoy refiriendo solo a los bienes materiales, sino a toda la felicidad personal que los que tenemos alrededor podrían aportarnos, si supiéramos gestionarlo y, sin embargo, tiramos por la borda, produciendo no solo la infelicidad propia, sino también la de aquellos a los que, en teoría, queremos.
No sé ustedes, pero yo, a partir de hoy, como dice Alberto Cortéz, voy a empezar a vivir la mitad de mi vida. Voy a empezar a morir la mitad de mi muerte. Voy a empezar a volver de mi viaje de ida y voy a empezar a medir cada golpe de suerte.
Porque el cambio, la solución, está en nosotros. No se puede vivir aferrado a la tristeza. Si la tristeza es nuestra tabla de salvación, habrá que buscar un barco, para no terminar congelados y muertos como DiCaprio en Titanic.
Comienzo, pues, un nuevo periodo, una nueva andadura, que me conducirá, por el camino de baldosas amarillas, hasta la tierra de Oz.
“Quiso volar, igual que las gaviotas, libre en el aire, por el aire libre, y los demás dijeron: pobre idiota, no sabe que volar es imposible. Más extendió las alas hacia el cielo y poco a poco fue ganado altura. Y los demás, quedaron en el suelo, guardando la cordura “. (“Castillos en el aire “. Alberto Cortéz ).
@julioml1970