Era el 10 de diciembre de 1830. Muy cerca, el Mar Caribe bullía de colores. Atrás, aproximando la tierra al cielo, despuntaban las cumbres de la Sierra Nevada, territorio inmemorial de los koguis, señores de la poesía y el saber profundo. En la quinta de San Pedro Alejandrino, propiedad del español Joaquín de Mier, estaba la comitiva que acompañaba al Libertador. El carro de la muerte se aproximaba.

Sobre el sueño de Bolívar pendía la guadaña de la destrucción. Qué poco había durado aquel suspiro que se inició en la Angostura caliente del Orinoco e insufló la sabana y lagunas de Bogotá, los nevados quiteños y el istmo que Bolívar entendió por analogía como el Corinto de América.

Con la clarividencia que a veces dispensa la cercanía de la muerte, Bolívar, el estratega y Libertador-presidente, el Padre de la Patria, no encuentra otro mensaje que una advertencia para el futuro. Con aliento cansino, dicta su última proclama. Enfático empero apostrofa:

“¡Colombianos!

Habéis presenciado mis esfuerzos para plantear la libertad donde reinaba antes la tiranía.

He trabajado con desinterés abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad. Me separé del mando cuando me persuadí que desconfiabais de mi desprendimiento.

Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado: mi reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores, que me han conducido a las puertas del sepulcro. Yo los perdono.

Al desaparecer de en medio de vosotros, mi cariño me dice que debo hacer la manifestación de mis últimos deseos. No aspiro a otra gloria que a la consolidación de Colombia; todos deben trabajar por el bien inestimable de la unión: los pueblos, obedeciendo al actual Gobierno para libertarse de la anarquía; los ministros del santuario dirigiendo sus oraciones al cielo; y los militares empleando sus espadas en defensa de las garantías sociales.

¡Colombianos!

Mis últimos votos son por la felicidad de la Patria. ¡Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro!”.

El sueño había sido tocado por las codicias personales. Hubo errores, sí, errores propios, tan propios por demás de un alfarero de repúblicas que ha de improvisar en el oficio y resolver sobre la marcha, funcione o no el torno, cuaje la arcilla o se afloje por exceso o falta de algún componente.

Entonces, como hoy, bullen por el centro y los costados de la República, lacerantes y definitorias, las ambiciones desmedidas. No se trata del auspicioso deseo del logro, sino de una malsana pasión antigua, tanto como oficios y emociones que se conocen desde los albores de la humanidad y se suelen describir con sorna como los más vetustos en sus respectivos géneros. La ambición, la avidez y la codicia en la política y en la economía, a veces en ambas confundiendo los fines de cada una, se unen bajo el nombre de cualquier causa que sirve de pretexto y justificación.

Colombia no logró consolidarse, la Colombia grande que empezaba en los Andes centrales junto al Pacífico y se extendía transoceánica por Centro América hasta el Atlántico. A la República de Colombia que soñó Bolívar no la dejaron consolidarse. La última proclama era una premonición ya tardía. El “bien inestimable de la unión” fue pisoteado en los territorios que ahora, acezantes y llenos de contradicciones, se extienden a uno y otro lado de los límites que solo debían ser fronteras culturales, flexibles y permeables, dentro de un gran bloque, diríamos hoy, parte quizá de otro mayor. Bolívar, ciertamente, había soñado también una anfictionía americana.

Era el 10 de diciembre de 1830. Siete días después el Libertador ya no era nada más que un despojo mortal; pero, cada día con más fuerza, sería un potente símbolo, lamentablemente apropiado por muchos y enajenado sin vergüenza alguna por políticos inescrupulosos, intelectuales extraviados y gobernantes ávidos de legitimarse mediante el poder evocativo de la imagen o polo físico del símbolo. Tales manipulaciones dieron origen al “Bolívar mampara” que justifica en sí mismo cualquier idea, proyecto, norma o arbitraria imposición. El Bolívar mampara es el uso distorsionado y legitimador del Bolívar símbolo, mezclado con el Bolívar histórico de una manera impropia pero casi siempre inadvertida debido a la fuerza del símbolo mismo y a la pertinencia de sus significados.

Cuánto se ha prevenido en Venezuela sobre ese Bolívar deformado por los políticos y cuánto asimismo se ha desoído el reiterado aviso de una falsa conciencia amparada por el prestigio de un símbolo fuerte y de un héroe excepcional. Ambas figuras deben, sin embargo, distinguirse, pues acusan rasgos tantos coincidentes como discordantes y contradictorios.

Bolívar, en su última proclama, en un intento para calmar los ánimos y fortalecer la institucionalidad pide a los pueblos obedecer al gobierno legítimo para liberarse de la anarquía. Siglos después la anarquía sigue siendo una tentación republicana, como lo siguen siendo también el despotismo, el autoritarismo y el populismo como medio para justificar un determinado orden de cosas, sea o no favorable a los difusos intereses “de los pueblos”.

Los militares, les guste o no, han empleado sus armas para cualquier cosa. En descarga de tal aserto valga decir que la confusión de ideas y de principios de moral o ética pública, traducida en aspectos axiológicos y concreciones jurídico-institucionales derivadas de modelos fallidos de país, han coadyuvado a ese borroso e impreciso concepto de “seguridad y defensa” que, con ligeras variantes, aluden como justificación suficiente para sus actuaciones.

Los “ministros del santuario”, con excepciones, han ofrecido al menos casi siempre sus oraciones al Cielo. Ahora no solo continúan ofreciéndolas sino que lo hacen con más ímpetu a la vez que predican ideas orientadoras para vencer laberintos y minotauros.

La última exclamación, la última petición, el postrer deseo, de la última proclama es, no obstante, la de mayor actualidad y síntesis para el bienestar de la República, de cualquier república: “¡Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro!”.

El Bolívar histórico, el ser humano de carne y hueso, el político obligado por las circunstancias, pide el cese de los partidos; pero no como organizaciones con fines cívicos, democráticos y civilistas, sino como bandos irreconciliables o enfrentados, aun dentro de un mismo conjunto de ideas, doctrinas y posiciones en torno a un proyecto que puede fracturarse y dejar de ser unitario como lo exigen las dificultades y retos de un momento histórico concreto. Ese, como el verso final de un buen soneto, es el mensaje sintético de la última proclama del Libertador: la unión.

En Venezuela políticos y gobernantes han reverenciado al Bolívar mampara que justifica sus casi siempre mezquinos y sesgados intereses y, como se ha hecho patente en los últimos años, quienes más han estado llamados a proclamar, defender y concretar la unión se han dividido, fragmentándose y debilitándose, en partidos irreconciliables.

Era el 10 de diciembre de 1810, en Santa Marta, cuando Bolívar dictó su última proclama. Es hoy el 10 de diciembre de 2021. En Venezuela toda, 191 años después, resuenan las palabras del Bolívar histórico que mejor resumen el sentido del símbolo que es el propio Bolívar. “¡Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro!”.

Dejemos que de esa manera decorosa, llena de gloria y honor, Bolívar pueda según sus deseos bajar tranquilo al sepulcro. No insultemos más su nombre, no desbaratemos la importancia del símbolo desprovisto por supuesto de la mampara abusiva de quienes lo manipulan y destruyen, propiciando la desunión y el fracaso de un necesario nuevo e inclusivo proyecto de país. El “bien inestimable de la unión” nos convoca a quienes creemos en otro futuro posible para Venezuela y América Latina.

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