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Acoso a la democracia

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Hace ya varias décadas, se propuso equiparar la caída del comunismo soviético al “fin de la historia” –la controversial tesis de Francis Fukuyama–, incluso al triunfo en apariencia incontestable de la democracia liberal como forma de gobierno y del capitalismo como sistema social y económico. Lester Thurow presagiaba en 1996 “saltos cuánticos” que producirían cataclismos y cambios profundos como consecuencia de aplicar nuevas tecnologías a los procesos primarios, industriales y de los servicios, también de la globalización auspiciada por el auge de la movilidad mundial y de las telecomunicaciones, y por último las migraciones tumultuarias desde las naciones más pobres hacia el mundo desarrollado. Todo ello se cumplió como vaticinio que agobia al mundo civilizado de nuestro tiempo.

En realidad, el sistema no fue capaz de renovarse ideológicamente –algunos analistas todavía desestiman la confrontación de ideas como cuestión de un pasado que ya no vuelve, mientras perseveran las evidencias del achacoso enfrentamiento entre el liberalismo consagrado a la búsqueda del interés individual, y quienes auspician la creciente intervención del Estado en la vida económica de los pueblos–; lo manifiesto es que se han polarizado estas posturas ideológicas y programáticas. Tampoco se perciben avances significativos en el propósito inacabado de cerrar la brecha socioeconómica existente entre los menos favorecidos y los privilegiados en la opulencia. Queda claro entonces que el problema planteado por las profundas desigualdades socioeconómicas entre los hombres no solo sigue pendiente de solución, sino además se confirma que ni la mano invisible del mercado, ni los sistemas de planificación centralizada han sido eficaces a la hora de construir y consolidar un clima de sosiego social.

El interés general no queda en modo alguno garantizado en el predominio del modo colectivista de atender a los asuntos públicos; obviamente, los privados pasan a segundo orden, lo cual acarrea consecuencias no solo en el plano individual, sino también en el colectivo. La excesiva intervención del Estado se ha traducido las más de las veces en desánimo a la creatividad y a la innovación; se añaden reprobables prácticas de corrupción. Naturalmente y hay que reconocerlo, la frenética defensa del liberalismo tampoco exhibe resultados enteramente deseables en la medida que nuestra naturaleza humana tiende espontáneamente al egocentrismo y a la codicia –hace falta un árbitro, como proponía Milton Friedman–. Hay quienes sostienen qué maximizando el interés individual, se potencia el interés colectivo en una sociedad que se aproxima a la satisfacción plena de sus necesidades básicas; esto todavía admite prueba en contrario, como demuestran los hechos.

A nuestro modo de ver las cosas, esta discusión es necesaria por cuanto seguimos observando en América y Europa a los abanderados de las tendencias totalitarias –las más de las veces encubiertas en simulados propósitos democráticos–, enarbolando tanto soterrada como abiertamente las tesis excluyentes de las izquierdas radicales –también las derechas extremas vienen acosando al espíritu republicano–. No hay compatibilidad entre esos radicalismos y los seculares valores de la ilustración que sostienen la libertad de pensamiento y la igualdad ante la ley –que no es equivalencia en el sentido económico ni en materia de talentos y habilidades humanas–, tanto como la separación de poderes, el derecho a la representación política y la alternabilidad en el ejercicio de la función pública. No garantizan en modo alguno esos modelos autoritarios una convivencia civilizada entre ciudadanos que profesan creencias e ideas distintas y sencillamente respetables.

Es obvio que las democracias occidentales de nuestros días se encuentran ante el auge y asedio del autoritarismo identitario y en muchos casos proclive a los recalcitrantes postulados de las izquierdas radicales, una realidad tangible que debe motivar preocupación primeramente entre los demócratas esenciales, aunque igualmente entre ciudadanos comunes que aspiran vivir en libertad y no sometidos a los dictámenes de una parcialidad política –esto vale igualmente para los excesos de las derechas–. Son las trampas del nacionalismo y de la autocracia que bien expone Anne Applebaun en su “ocaso de la democracia”. Los líderes ganados al despotismo llegan a la cumbre del mando apoyados por aliados políticos que se dicen demócratas, por empresarios, burócratas y medios de comunicación que creen erróneamente en mensajes y promesas de cambio que mejoren el desempeño de las instituciones y la sociedad en su conjunto.

Por otra parte, los nacionalismos autoritarios siguen ganando terreno en las democracias occidentales, ofreciendo beneficios a sus partidarios que acumulan prebendas y a veces fortunas de procedencia dudosa. El aparato represivo del Estado y la propaganda –al más puro estilo de la extinta Unión Soviética y sus satélites–, aunado a las teorías de la conspiración, se convierten en soportes de regímenes políticos que dividen la sociedad entre buenos y malos ciudadanos –la polarización se ha convertido en su mejor artimaña–.

Pero las élites –intelectuales, profesionales, empresariales, religiosas, culturales y sobre todo éticas– tienen su responsabilidad junto al común de la gente, en todo lo concerniente al rescate y la defensa de la democracia como sistema de gobierno y de los principios y valores de la ilustración. Es la imprescindible corriente contraria a los desplantes del autoritarismo que se dice benefactor de los desposeídos, cuando en realidad los oprime y somete a restricciones y rigurosas penurias. La sociedad democrática tiene que organizarse alrededor de sus líderes naturales –no siempre aquellos que observamos en la escena pública–, quienes ante todo deben responder por sus errores u omisiones –el citado Thurow hablaba de la preocupante carencia de líderes dominantes en el mundo político y militar contemporáneo–. Se trata pues de una contundente acción política, llamada a defender la inteligencia y el respeto al Estado de Derecho, que acepte la posibilidad de la verdad ajena, prescindiendo del dogma obstinado de los autócratas.

 

 

 

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