Los dos grandes fanatismos que amenazan a nuestra época, persistiendo en sus objetivos, son el comunismo y el islamismo. Ciertamente, los nacionalismos representan otro despreciable fanatismo, que aquejó con gravísimas consecuencias a la humanidad: las dos Guerras Mundiales. Sin embargo, en la actualidad el nacionalismo ha quedado relegado a localismos, no menos destructivos para las naciones que lo soportan por no haberlos sabido erradicar en su momento, como hicieron otros países vecinos.
En un ejercicio de saludable «memoria histórica», la chispa que desencadenó la Guerra Mundial en 1914 fue el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, heredero del imperio austrohúngaro, y de su mujer (embarazada, por cierto), por un nacionalista serbio miembro de la organización «Mano Negra», formada por unos 2.500 serbios, la mayoría residentes en Bosnia, que luchaban por la Gran Serbia unida a Bosnia (¡cómo suena a la gran Euskalerria o a la Cataluña de los Países Catalanes!). Huelga recordar el desenlace del ensueño serbio: la posterior y atroz Guerra de los Balcanes, mucho más reciente.
El célebre escritor austriaco Stefan Zweig definía el nacionalismo, en El mundo de ayer, como la peor de todas las pestes, porque «envenena la flor de nuestra cultura europea». No podemos imaginar lo que diría Zweig, fallecido dramáticamente en 1942, si hubiera visto lo que, de la mano del nacionalismo, ha sufrido Europa el resto del siglo XX. Tres años después de su muerte, en 1945, Hitler se suicidaba en Berlín, junto a su mujer, Eva Braun. Esta decisión la tomó después de negarse a rendirse ante los rusos, propiciando 20.000 muertos diarios. Unas horas después del suicidio los rusos tomaban Berlín. Febrilmente, violaron a cerca de 100.000 mujeres (niñas y ancianas, incluidas), casi todas murieron como consecuencia de estas agresiones: la mayoría porque se suicidaron. El 4 de mayo de 1945 se declaraba el fin de la Segunda Guerra Mundial, iniciada por las ilusorias y expansionistas pretensiones de un nacionalismo étnico (y lingüístico), con un balance de 40 millones de muertos.
A la actual amenaza del comunismo nos hemos referido repetidamente desde esta tribuna, aunque sin mencionar la estrecha colaboración entre los comunismos actuales y el islamismo. Tampoco hemos abordado el apoyo comunista a los nacionalismos que todavía perviven, por ser movimientos desestabilizadores de las naciones que los padecen. Sin embargo, querríamos destacar un tercer fanatismo de nuestro tiempo, que afecta letalmente al rigor del pensamiento: el relativismo. Ese relativismo que encubre la indiferencia hacia la verdad con el bonito nombre de «tolerancia».
Asistimos sin duda a una hipertrófica querencia a «respetar» cualquier posición, cualquier opinión, cualquier decisión, aunque sea un dislate, un auténtico atentado al sentido común. Al relativismo al uso, algunos le llaman benévolamente «pensamiento débil». El sabio papa Ratzinger cuando se refería a esta peculiar forma de fanatismo la denominaba acertadamente: la dictadura del relativismo.
Respetar la realidad requiere discernir –apoyándonos en la evidencia– entre lo que es verdadero y lo que es falso. Desde la perspectiva que nos aporta la ciencia empírica es obvio afirmar que la verdad no se convierte en falsedad, ni viceversa, por mucho que se repita, aunque se empeñe la opinión pública, que algunos además pueden manejar a su antojo. La ciencia nunca estará sometida a la opinión pública, y nadie ha osado, ni osará, en calificarla como antidemocrática, fascista, facha o políticamente incorrecta. Sencillamente, sería y será estúpido someter a votación la Ley de la Gravedad de Newton o el Teorema de Pitágoras o las Leyes de Frank-Starling. La necesidad de respetar la realidad es indispensable para el progreso. No solo para el progreso de la ciencia sino para el ejercicio cabal y eficaz de cualquier responsabilidad que requiera tomar medidas orientadas a resolver problemas. Progresar exige resolver problemas, no crearlos. Por lo que resulta insultante que apelen al “progresismo” o que se autodefinan como progresistas los que se obstinan en negar la realidad, la verdad más inapelable.
Desde el relativismo se establece a sus anchas el desmadre intelectual y moral que impide el discernimiento: de lo correcto o incorrecto; de lo que es relevante y de lo que es banal; de lo que es apremiante competencia del Estado a lo que es puro intervencionismo. Un representante paradigmático del fanatismo por la vía del relativismo a ultranza lo tenemos en España en el actual presidente del gobierno. Defensor incondicional del «todo vale», «todo depende», «todo es respetable», «todo es negociable», «las ideas no son condenables», … que es capaz de declarar rotundamente un compromiso y desdecirse en un lapso de 24 horas -siendo generosos-. Y es que desde el relativismo la realidad se tambalea. Una sociedad en la que se relativiza la realidad más evidente es una sociedad manipulable, sin resortes, sin tan siquiera la referencia con la realidad, que ya es el colmo. El error o la mentira (es decir, la no verdad) podrán ser facilones, podrán ser cómodos, incluso podrán ser «vendibles», pero nunca serán convincentes.
Recordando al poeta británico John Keats cuando escribía a principios del XIX: «Los fanáticos tienen sus ensueños, con los que forjan un paraíso para sus sectas». En nuestro tiempo algunos fanáticos continúan alimentando sus fantasías pero es dudoso que piensen en otros, incluidos los de sus sectas.
Artículo publicado en el diario La Razón
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