A mis buenos amigos, José Luis Villacañas, Alexander Carrodeguas y Esteban Higueras.
“¿Qué es el infierno? Yo sostengo que es
el sufrimiento de ser incapaz de amar”.
Fiodor Dostoyevski
Los tiempos que corren parecen inclinarse hacia la exigencia de la hegemonía de los derechos individuales por encima de los ideales de una comunidad cada vez menos constatable y etérea. El “amor propio” se revela como el desamor hacia los demás. “Los otros” son, de hecho, una masa informe e intangible, apenas un recuerdo de los tiempos pre-virtuales y pospandémicos, que amenaza con su pesado fardo de deberes y compromisos, que no solo limitan las -ahora- inmensas potencialidades individuales sino que, además, representan una auténtica perturbación para la mismidad, una potencial forma de sometimiento y aplastamiento del yo privado, de eso que los psicólogos no dudan en llamar la “autoestima”. Es verdad que, en más de un sentido, la lucha por la preservación de los derechos individuales es hija legítima de la cultura occidental, toda vez que surgió, precisamente, como rechazo consciente a la ciega obediencia y consecuente sumisión que caracterizan al difuso “hombre-masa” propio de las ancestrales tiranías orientalistas. Precisamente, en su simplicidad -en su abstracción- se funden las más diversas y complejas apetencias y voliciones de los individuos, devenidos una masa genérica y uniforme, oprimida e impotente, sobre la cual se erige la exclusividad del “uno libre”, el déspota, el autócrata, el emperador asiático o el zar ruso. De ahí que pareciera estar plenamente justificada la exigencia posmoderna de cultivar “lo privado” y concentrar la inclinación, más que el amor hacia los demás, en la mismidad como garantía de las libertades individuales. El resto es “liquidez”, al decir de Bauman.
La mal comprendida relatividad de todo parece olvidar que mientras menos absoluto sea el amor hacia el otro más relativo terminará siendo hacia el sí mismo. En el siglo de las formas vaciadas de todo contenido, la palabra amor, al ser pronunciada, tiene el sonido de una moneda de cartón. Think different, el lema creado por Steve Jobs para promocionar el uso de los procesadores Apple, tuvo como objetivo central representar la lucha abierta y directa de los individuos frente a las pretensiones totalitarias de “unificar el pensamiento”, incluso antes de la efectiva llegada -ya anunciada por Orwell- del emblemático 1984. Resultado del triunfo y consolidación del principio de reproductividad técnica como sistema central de las nuevas relaciones sociales de producción en la era de la industrialización avanzada, Jobs advertía la pretensión, por parte de los grandes monopolios comunicacionales, de conducir a la humanidad entera hacia el callejón sin salida de la “purificación de la información”, creando “por primera vez en la historia” el “jardin de la ideología pura”, en el que “cada trabajador puediera florecer protegido de verdades contradictorias y confusas”. Pues bien, paradójicamente, el propósito de Jobs no sólo terminó siendo presa sino, además, formando parte transustanciada del gran sistema universal de dominio de la era digital. Pronto el “yo” se hizo “nosotros”. La “gran aldea”, creada por el nada imaginario Big Brother, terminaría devorando las exigencias de toda posible libertad individual, de toda mismidad.
El desafiante “verás como 1984 no será como 1984”, concluyó en el más absoluto control de un todo abstracto sobre las partes infinitamente abstractas y cada vez más fragmentadas. Un “tiro por la culata”. El viejo Zenón parece haber tenido razón en la formulación de sus aporías: al cobijo del entendimiento abstracto, y por más que lo intente, Aquiles -el de “los pies ligeros”- nunca podrá remontar a la tortuga, porque a cada paso suyo esta seguirá exponencialmente aumentando la distancia. Cuestiones de matemática infinitesimal. Creer que el poner en manos de cada individuo su “propio destino” será la clave para conquistar la autonomía e independencia absolutas, tiene su remate en la no comprensión del significado concreto de destino, como Bestimmung. Al final, con atónita mirada, se termina constatando el más grande control global al servicio de un poder omnívoro, gansteril. No es “liberándose” de lo público como se consolidan los derechos individuales; ni es desechando el amor hacia el otro como se alcanza el amor propio.
Advertía Schiller, siguiendo a Kant, que la entrega amorosa -premisa de toda vida comunitaria- tiene el riesgo de la enajenación de la propia autonomía. Desde la perspectiva política y social, se trata de la contraposición de comunitarismo y liberalismo. Y, para el entendimiento, se trata de una confrontación insalvable: o se aceptan las consecuencias del amor -y se impone la preservación del todo sobre las partes- o se acepta la preservación de la mismidad -y se impone la preservación de las partes sobre el todo. Y sin embargo, más allá de semejantes fijaciones, en el amor ya se siente la unión -no la unificación, puesto que lo unificado ha sido puesto por la reflexión- de sujeto y objeto. La unión no se sustenta en una unidad estática, originaria, previa, sino que ella es la unidad en movimiento continuo, por lo cual se escinde infinitamente, se particulariza, se determina: crece y concrece, se reconoce y reconcilia consigo misma. Como afirmara Hegel, en el amor “la vida se reencuentra con una duplicación y como unidad concordante de sí misma”. El amor sólo puede reafirmarse como amor al multiplicarse. Sólo así puede producir su más plena unidad diferenciada. Lo unido por oposición tiene que ser comprendido en virtud del todo, pero el todo no lo precede, porque el todo es su desarrollo. Ni el amor ni la mismidad se deducen ni son compartimientos estancos. Tampoco se trata de entes inamovibles. Más bien, se trata del Espíritu, comprendido como una “comunidad de seres libres”. Cuanto más se da sin pedir nada a cambio más se tiene, decía Shakespeare.
No se pueden comprender amor y mismidad sino en virtud de su devenir, de la recíproca oposición de los amantes entre sí, como unidad orgánica, diferenciada, de cada uno de los términos. Una unidad que ni es anterior ni es exterior a los amantes, porque los opuestos, para poder ser opuestos, tienen necesariamente que estar en relación de unidad. Cada amante es una parte y es un todo. Es lo finito y lo infinito, lo relativo y lo absoluto, la unidad y la no unidad. Lo que la historia de la filosofía define como “amor” deviene Espíritu, precisamente porque los términos de la oposición que constituyen la relación conforman la inseparable unidad de la unidad y de la no-unidad. Lo positivo y lo negativo, siendo términos opuestos, están determinados por su otredad. Por eso incluyen en su seno el concepto de su recíproca relación. Como afirma Spinoza, “toda determinación es una negación”. Ni el amor propio excluye el amor al prójimo ni el amor al prójimo excluye el amor propio. No se trata de la alternatividad de los términos, que responden a la exigencia de una unificación prestablecida y fijada por la sociedad de consumo, a través de un tercer término, un “ser” abstracto e indeterminado. Más bien, se trata del desarrollo, del venir-en, del devenir, del infinito desplegarse de todas sus determinaciones.
@jrherreraucv
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