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Acciones que nos condujeron al desastre

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Hugo Chávez en su momento y Nicolás Maduro en la actualidad han hecho evidente que la formación económica y gerencial de ambos ha sido elemental. Que el “comandante eterno” haya copado la escena política nacional y, en cierto punto, hasta la internacional, tiene su explicación en circunstancias que son ajenas a su supuesta condición de líder genial. En efecto, él tan solo fue el beneficiario de una situación política, social y económica que simplemente implosión, dejando las puertas abiertas para que el populismo izquierdista -representado por la “izquierda borbónica”, Teodoro Petkoff dixit- recibiera en bandeja de plata su trofeo: Venezuela.

El proceso de deterioro del país arrancó al mismo inicio de la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez (marzo de 1974), a raíz de la guerra de Yom Kippur. En solo un año los ingresos fiscales casi se triplicaron, pasando de 15 a 40 millardos de bolívares de la época, como resultado de que el barril de petróleo subió su precio de 2 a 14 US dólares. En su acto de juramentación, Pérez prometió “administrar la abundancia con criterio de escasez”. Lamentablemente, como muy bien dice el refrán, “una cosa dice el burro y otra el que lo monta”. En efecto, poco después, con el propósito de definir los lineamientos a seguir para el desarrollo económico y social del país, el gobierno aprobó el V Plan de la Nación, cuyo financiamiento se realizaría en parte con operaciones de crédito público. La argumentación detrás del aumento de la deuda pública era que la bonanza financiera abría las puertas para que se solicitaran préstamos a la banca internacional, a tasas de interés tan convenientes que no hacerlo sería un grave error financiero. Esta política fue un craso error pues terminó originando un enorme endeudamiento público, así como terribles consecuencias para el país. En efecto, la deuda pública externa pasó de 1.212 millones de US dólares, a finales de 1973, a 7.265 millones para finales de 1978; y la interna de 3.233 millones de bolívares a 17.913 millones.

Al momento de Luis Herrera Campins asumir la presidencia (marzo de 1979) tiene razones para afirmar: “Recibo una Venezuela hipotecada”. Pero a veces la lengua es castigo del cuerpo. Tres años más tarde, producto del debilitamiento del mercado petrolero mundial, el ingreso fiscal por ese concepto se redujo a un tercio, lo cual impactó a nuestra balanza de pagos y las reservas internacionales. Tratando entonces de paliar la situación, el gobierno incurrió en nuevos endeudamientos que llevó a la deuda pública a un monto sin precedentes: 20.000 millones de dólares. La mesa quedó así servida para medidas más drásticas. El año 1983 fue el fin de la fiesta. Las salidas de divisas eran imparables y las reservas internacionales se ubicaron en un nivel crítico. El viernes 18 de febrero de 1983 -que fue bautizado como el “Viernes Negro”- se alcanzó el punto de inflexión: se procedió a devaluar nuestro signo monetario, lo que a su vez tuvo importantes repercusiones económicas, políticas y sociales. Al final de la gestión de Herrera Campins la deuda pública externa estaba en el entorno de los 29.000 millones de dólares.

En febrero de 1984, Jaime Lusinchi se juramentó como presidente de la república. Y cuando todos los análisis apuntaban hacía una mejora de la economía nacional, ocurrió lo imprevisto: los precios del petróleo se desplomaron como consecuencia del fuerte aumento de la producción petrolera de Arabía Saudita. En ese contexto, una absurda acción política se llevó a cabo: los secretarios regionales de Acción Democrática (AD) -el partido de gobierno- fueron designados gobernadores de sus respectivos estados. Nunca antes AD y el gobierno se habían enlazado de tal manera. Carlos Andrés Pérez (CAP) fue muy crítico de esa situación, por las consecuencias que de allí se derivaron: “Las contrataciones de obras públicas nacionales y regionales se negociaban y se repartían en la casa del partido (…) de esta manera, comienza a desligarse de la gente, y a ser oficina de negocios de las cúpulas dirigentes”. En paralelo, la moralidad del régimen se fue degradando más: se hablaba con insistencia de la enorme influencia que la secretaria privada del presidente ejercía en las decisiones de Recadi, el organismo encargado del manejo del control de cambios. Al final de la presidencia de Lusinchi, las reservas internacionales operativas (esto es, las reservas realmente disponibles en efectivo) habían bajado de 8.207 millones de dólares en 1985 a 2.044 millones en 1988. Para el momento en que CAP comenzó su segundo mandato esa cifra era de unos pocos cientos de millones de dólares.

La nueva gestión presidencial de CAP, que se inició a comienzos de 1989, fue un intento por rectificar. En su discurso oficial dijo: “Si queremos un país de economía sólida (…) debemos asumir las consiguientes responsabilidades. Esto no se logra sino mediante la disciplina, la productividad y el sacrificio (…) El Estado deberá despojarse del intervencionismo avasallador de Estado protector y munificente (…) Propongo una política que corrija los profundos desequilibrios económicos, financieros, monetarios y fiscales, antes que se conviertan en estructurales y sea imposible moverlos sin dramáticos traumas colectivos”.

Aunque la escenografía del momento era de fiesta magna, la realidad política, social y económica del país era distinta. En ese escenario, sin una amplia consulta, el 16 de febrero, CAP anuncia un conjunto de medidas dirigidas a liberalizar la economía, entre ellas el aumento del precio de la gasolina. Para minimizar el impacto que las decisiones anteriores tendrían en la población, se aprueban una serie de providencias de carácter social. Pero hubo un detalle que se pasó por alto: el aumento de la gasolina se hizo efectivo antes que el ajuste salarial. Craso error, ardió Troya y se abrió la puerta al “Caracazo”, lo que derivó en vandalismo, asaltos a locales comerciales y varias centenas de muertos.

La antipolítica hizo entonces acto de presencia. En junio de ese año, el escritor Juan Liscano funda el Frente Patriótico, cuyo principal objetivo es deslastrar al país de los partidos políticos. Arturo Uslar Pietri se une al coro y declara que el país está dividido en dos, los pendejos y los vivos, motivo por el cual había que crear la orden de los pendejos para dársela a todo aquel que ha sido honesto y no se ha robado ni un centavo del erario público. La mesa quedó servida para que “Los Notables” aparecieran en escena. De pronto, CAP se convirtió en el “chivo expiatorio”; él pasó a ser el culpable de todas las calamidades que azotaban al país. Nadie se detuvo en la advertencia que tiempo atrás había hecho Doris Lessing (Premio Nobel de Literatura 2007): “Cuidado, el talento para ver la desnudez del emperador, puede implicar que no se adviertan sus otras cualidades”. El ruido de los cuarteles se hizo atronador y se expresó entre el 3 y el 4 de febrero de 1992. Una segunda acción militar se repitió el 27 de noviembre. Ambas fracasaron pero dañaron seriamente la imagen del Presidente de la República y su proyecto liberal. Su salida por la vía del atajo fue inevitable, lo cual vulnera un aspecto fundamental de la democracia: sustentarse en el “Estado de Derecho”. A la luz de un examen jurídico imparcial, el pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia en aquel momento fue en realidad un “golpe de Estado Judicial”. Pero esa historia es harina de otro costal.

El 21 de mayo de 1993, Octavio Lepage, líder importante de AD, en su condición de Presidente de la Cámara del Senado, fue juramentado presidente de la república. Pero su ejercicio fue un simple interregno. El Congreso designó después a Ramón J. Velásquez y éste se juramentó el 5 de junio. Su nombramiento fue producto de una coyuntura especial: a él le tocó estar en el lugar adecuado, en el momento justo. Para ese propósito reunía las mejores condiciones: ser amigo de todos.

Como resultado de los graves acontecimientos políticos ocurridos durante el segundo gobierno de CAP -el enorme déficit presupuestario de 1992 y la caída de los precios petroleros al inicio de 1992- se exacerbó la fuga de capitales. Eso afectó directamente al sector bancario. Peor todavía, la retórica de la campaña electoral, liderada por Caldera, hizo hincapié en el programa económico de CAP, atribuyéndole las culpas por lo que ocurría en esa área. El mensaje que recibían los inversionistas y ahorristas era claro: una vuelta a lo anterior. Para finales de 1993 la inflación se ubicó en 45,9%. Y, para colmo de males, el 12 de enero de 1994 se inició una devastadora crisis bancaria que derivó en la salida de la Cámara de Compensación del hoy desaparecido Banco Latino, al no poder cubrir el saldo en contra de sus cheques.

En febrero de 1994, con 78 años de edad, Rafael Caldera vuelve a dirigir los destinos del país. Hacia finales del mes de marzo, el presidente toma una medida fundamentalmente política que, aunque estaba en el ambiente, no deja de sorprender a muchos: sobresee la causa a los militares golpistas de febrero de 1992; esto es, se pone fin al procedimiento judicial y se considera inexistente el delito cometido por los imputados. De esa forma se cubría con el manto de la impunidad a los responsables directos de cuantiosas pérdidas materiales y de los veinte muertos que se produjeron durante el levantamiento en cuestión, sin contar las 165 víctimas de la asonada del 27 de noviembre del mismo año (1992), en la cual también tuvieron participación los golpistas ya mencionados. En materia económica, el presidente Caldera se aparta del recetario de CAP. Al no adoptarse las medidas macroeconómicas que la situación imponía, el país se fue a pique, cuesta abajo en su rodada, como dice el tango de Carlos Gardel. A pesar de que el precio del petróleo había aumentado más de 25% en el segundo trimestre de 1994, el mercado percibía que los problemas eran profundos. A mediados de mayo, el gobierno intervino once instituciones financieras y procedió a cerrarlas. La medida generó un gran pánico y las salidas de capital se hicieron imparables. Al gobierno no le quedó más alternativa que establecer el control de cambios, el 27 de junio.

La economía del país estaba hecha una madeja. Para desenredar aquello, Teodoro Petkoff se incorporó al tren ejecutivo como ministro de Coordinación y Planificación, a finales de 1996. De inmediato, Petkoff se convirtió en el vocero principal del gobierno en materia de política económica, poniendo además a la locomotora del Estado a desplazarse por la vía correcta hacia la economía de mercado. Se deroga el control de cambio y se quintuplica el precio de la gasolina. La vuelta de tuerca trajo consecuencias inevitables: la inflación de 1996 alcanzó a 103,2%, el nivel más alto que se había registrado en el país, producto de la depreciación del tipo de cambio que pasó, en el curso del año, de 290 bolívares por dólar a 476 bolívares por dólar. Durante 1997, Petkoff siguió conduciendo con firmeza el tren de la política económica. Pero Dios no nos ayudó. En julio del año antes indicado estalló la crisis financiera asiática. De inmediato se produjo un efecto dominó que extendió dicha crisis a Malasia, Indonesia y Filipinas, con repercusiones importantes en Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán. Lo que se pensaba que era una crisis regional terminó por convertirse en la primera crisis de los mercados globalizados.

En 1998, a raíz de la crisis asiática, los precios de los hidrocarburos cayeron un 35,5%, lo que determinó que la cesta petrolera venezolana se ubicara en US $10,57 por barril, el nivel más bajo alcanzado en nuestro país desde 1974. En virtud de ello, la economía venezolana se colocó, nuevamente, en los niveles que tenía a finales de 1993, cuando Rafael Caldera tomó las riendas del país. La mesa quedó así servida. En las elecciones presidenciales que se celebraron el 6 de diciembre de 1998, Hugo Chávez obtuvo la mayoría de los votos (56,45 por ciento); fue el gran beneficiario de la tesis de la antipolítica que se sembró en el país a partir de 1990 y las recurrentes crisis económicas ocurridas desde 1983. Si a lo anterior agregamos los errores cometidos por el pueblo opositor (huelga petrolera y abstención de participar en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2005) y la bonanza petrolera que benefició al gobierno de Chávez, no es difícil de explicar el éxito -interno y externo- con dinero contante y sonante de la revolución bonita. Los números están allí: la revolución de nuestros tormentos ha manejado más plata que la administrada por los gobernantes venezolanos desde José Antonio Páez a Rafael Caldera, en su segundo período de gobierno, y eso ha sido producto de los altos precios petroleros de la época y el cuantioso endeudamiento externo e interno. Allí está incluido el manejo de la mayor cantidad de dinero inorgánico, esto es, dinero sin respaldo económico real, representado por la apropiación indebida de las reservas internacionales del Banco Central de Venezuela y los créditos masivos que este último organismo concedió a PDVSA por su calamitosa gestión económica. Para febrero de 2015, la deuda venezolana -que incluye la externa, interna y de PDVSA- se ubicaba en el orden de los 250.000 millones de dólares.

El ideólogo y ejecutor de esa política desastrosa fue Hugo Chávez y Maduro no ha sido más que el continuador de esa infeliz situación. A nadie debe extrañar que, a estas alturas del juego, la revolución que dejó atrás lo bonito sea barrida por la historia y se pierda de nuestra vista como insustancial polvo cósmico. En todo caso, los venezolanos y el mundo democrático tienen prohibido olvidar.

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