La tradicional dicotomía entre libertad y seguridad, siempre presente en el pensamiento filosófico-político y en la vida real, parece haber encontrado un nuevo campo de debate: el inevitable acceso directo y fácil de los ciudadanos a los trámites digitales y la necesidad de proteger, y en su caso, cumplir la legislación protectora de los datos de los ciudadanos, almacenados en los servidores electrónicos de las administraciones públicas.
El adjetivo fácil no es un error, pero a veces es solo un deseo incumplido. Los ciudadanos tienen derecho a que los trámites digitales tengan, como los impresos, inteligibilidad o claridad. A ningún ciudadano le gustaría que los trámites digitales se convirtieran en un trabalenguas, que hicieran necesaria la vuelta de los rellenadores de impresos (lamentablemente aún existen en algunos países del área iberoamericana) en la puerta de los edificios públicos de las zonas más pobres y atrasadas. Es una de las metas de los Objetivos de Desarrollo Sostenible en los que colaboran el CLAD y numerosos organismos internacionales.
El avance de la digitalización, la inteligencia artificial e incluso la generalización de trámites resueltos por robots por medio de algoritmos, parece inevitable. La ley de Moore, que señala que la potencia de un ordenador se duplica cada dieciocho meses, puede que incluso se haya quedado desfasada.
La preocupación fundamental de las instituciones públicas respecto a los ciudadanos debe ser prestar servicios públicos eficaces y eficientes, al menor costo para los Estados y con la mayor satisfacción de los ciudadanos. Existen muchos sistemas para lograr acercarnos al ideal de la comodidad en la prestación del servicio. El más utilizado en la actualidad es el suministro de los servicios por medios telemáticos o electrónicos. No siempre, sin embargo, se consigue la satisfacción del usuario pues, con frecuencia, el acceso al trámite se complica sobremanera en aras de la seguridad. Pero frente a la tecnología puede haber aún un último recurso: desconectar el sistema. El ser humano tiene derecho de decidir cuándo hacerlo. (Alejandro M. Estévez,2020)
De hecho, el ciudadano lo hace con frecuencia, y además enfadado.
Uno de los ejemplos son las webinar o conferencias virtuales: un sistema de difusión de conocimientos o políticas públicas que debe rodearse de la mayor sencillez, de forma que los interesados puedan conectarse a ellas con facilidad. Hay plataformas que lo permiten, pero a veces las instituciones organizadoras piden tantos requisitos y datos a los participantes, incluso a los conferencistas, que han de hacerse esfuerzos para no desconectar: envíe un correo electrónico, espere a recibir un correo especial al que debe suministrar la contraseña (atención: una nueva), conéctese a este servidor, valide su contraseña, etc. Su pequeño ordenador está ya echando humo y señala que no puede adherirse a esa plataforma porque su navegador no lo permite, deberá usted entrar por medio de otro navegador…
Muchos ciudadanos se quejan de la dificultad en obtener el certificado digital. Es otro de los sistemas en el que, en nombre de la seguridad informática, las dificultades no son pequeñas. Cierto que si nuestra formación informática es alta, todas estas dificultades son irrelevantes, pero el asunto de relieve es que la inmensa mayoría de la población no es experta en estas cuestiones, aunque va aprendiendo y disminuyendo la brecha digital. Siempre hay un hijo o un sobrino que te saca del apuro. Es posible, pero el esfuerzo debe dirigirse a facilitar el acceso, no a hacerlo más complejo en aras de la seguridad. Exigir en la entrada a una plataforma de trámites más requisitos que los que solicitamos en cualquier edificio público es un contrasentido. Si queremos estar cerca del ciudadano.
La reina de la dificultad es la contraseña: ¡cuidado, no ponga una contraseña fácil que puede ser hackeada! Si pongo una difícil la olvido, puesto que tampoco se aconseja almacenarlas en el celular, que puedo perder. Es el laberinto mitológico de Dédalo, en el que esperemos que, al final, no esté el minotauro, ni siquiera el Leviatán Hobbesiano, sino el trámite resuelto.
¿Tiene la culpa el ciudadano de que haya hackers? ¿No pueden desarrollar aplicaciones que garanticen un acceso seguro pero fácil? Lo hacen las agencias tributarias de numerosos países.
Se trata de proteger los datos y los servidores, que contienen tanta información de los ciudadanos, pero deben extremarse los esfuerzos para que la resolución telemática por los ciudadanos de sus asuntos no sea tan difícil como una escarpada pared rocosa solo accesible para una minoría experta.