OPINIÓN

¿Acaso es posible una glasnost a la venezolana?

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

Antes de entrar en la pregunta de mi artículo, creo prudente recordar de dónde venimos: de más de dos décadas de luchas ininterrumpidas en contra del régimen de Chávez y Maduro. Durante este tiempo, producto de dolorosos aprendizajes, a los venezolanos les ha correspondido enfrentar una realidad que no conocían y para la que no estaban –no estábamos– preparados: la de un poder que aspira al control total de la sociedad, que la somete a un proyecto brutal de empobrecimiento y que para imponer sus objetivos no ha dudado en destruir la democracia, asesinar a quienes se le oponen, torturar y reprimir a los ciudadanos indefensos, y hacer uso de las armas de la república, de modo siempre desproporcionado.

La afirmación de que no estábamos preparados es sustantiva: ni en lo político, ni en lo institucional, ni en lo organizativo, ni en lo económico, ni en lo social y ni siquiera en lo psicológico. Fuimos sorprendidos. Me refiero a que, para la inmensa mayoría de los ciudadanos venezolanos, resultaba impensable proyectar y asumir que podríamos llegar al estado de devastación y muerte con que los criminales han sometido a nuestro país. Y, debemos reconocerlo, las advertencias que algunos hicieron no encontraron a una audiencia dispuesta o sensible a escuchar la gravedad de lo que podría venir.

¿Podemos reclamar a la sociedad venezolana, a las instituciones, a la sociedad civil y a los partidos políticos, el que no hayan podido anticipar el actual estado de cosas? En lo sustantivo, no lo creo. Se han cometido errores tácticos –siempre señalados a posteriori–, pero analizadas las cosas bajo una perspectiva más amplia, lo que debemos entender es que la cultura política establecida en Venezuela, a lo largo de cuatro décadas, no contaba con las herramientas para considerar que se produciría semejante destrucción. Imaginar, prever, pronosticar el horror, resultaba una tarea casi incomprensible para una sociedad que, con problemas y no pocos esfuerzos, había aprendido a vivir bajo las reglas de la democracia representativa, y había logrado sortear los peligros que la habían acechado en esos cuarenta años.

¿Adónde nos conduce esta reflexión? A una conclusión: nos ocurrió algo semejante a lo que pasa a toda sociedad, especialmente aquellas que viven en condiciones generales de libertad, cuando irrumpe una fuerza que viene a destruir la libertad: en una primera etapa no entiende bien a lo que se enfrenta; tarda en reaccionar; toma caminos equivocados; se debilita y cansa; y, producto de tantas dificultades, se divide, pierde el sentido de la unidad necesaria, es víctima de la desesperación y la falta de resultados.

Pero, y ese es también un resultado neto de la cultura democrática venezolana, en dos décadas, con no pocos vaivenes, buenos y pésimos momentos, algunas victorias y muchas derrotas, a pesar de la represión, los exilios, el proceso migratorio y la creciente pobreza, una parte sustantiva de la sociedad no ha tirado la toalla, ha persistido y ha mantenido la lucha.

Los venezolanos lo hemos intentado todo, absolutamente todo. En estos días volví a mirar las imágenes de Caracas el 11 de abril de 2002: más de 1 millón de personas en las calles, en una de las marchas más extraordinarias que se hayan producido en el mundo, en el último siglo. Y así, por años: se ha protestado en todas las regiones, sin excepción; se ha intentado que las instituciones entiendan que el país demanda un cambio; se han utilizado las vías legales, institucionales, electorales y políticas; se ha buscado y obtenido apoyo internacional de naciones democráticas; y hasta se alimentó la ficción de que una fuerza militar extranjera podría ingresar al territorio venezolano y acabar con la dictadura. A pesar de los errores que políticos y ciudadanos hayamos podido cometer, no reconocer la dignidad y el valor de estos esfuerzos y sostenidos intentos es, probablemente, un error de fondo, todavía mayor.

En medio de esta evaluación, preguntarse por una posible glasnost a la venezolana no es ocioso. Recordemos que se llamó glasnost al proceso de apertura ocurrido en la Unión Soviética comunista, al quinquenio comprendido entre 1986 y 1991, período de apertura política y económica, y de establecimiento de un ambiente de relativas libertades cotidianas y de también relativa libertad de prensa, pero, y esto es lo significativo, promovido desde adentro del régimen, por un movimiento que encabezó Mijail Gorbachov, entonces secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética.

Ese movimiento, finalmente derrotado por la ortodoxia comunista en 1991, mostró que, enfrentados a un estado de extrema inviabilidad, sin la participación de fuerzas externas al propio régimen, es posible que aparezca un movimiento que, al tiempo de aliviar en alguna medida la opresión sobre la sociedad, busque oxigenarse y renovar sus fuerzas y sostenibilidad en el tiempo.

Por supuesto, la situación venezolana no es comparable con la Unión Soviética de mediados de los ochenta. Pero el concepto glasnost quizás nos sirva para prefigurar un posible escenario: el de un movimiento que, sin la participación de sectores democráticos, surgido del propio régimen –probablemente comandado, por ejemplo,  por Jorge Rodríguez– podría intentar un cambio –sacar a Maduro del poder–, generar mecanismos de alivio para la economía, la política y la vida cotidiana de las familias, que le sirva al régimen para dotarse de algunas nuevas energías, e intentar así, mantenerse más tiempo en el poder, disminuyendo el castigo a la sociedad.

¿Un escenario así es posible? ¿Podría venir un cambio desde las propias entrañas del régimen?