La noche que ganó Emmanuel Macron las elecciones francesas en 2017 hubo una sensación de alivio generalizado en Francia y en Europa ante el freno de Marine Le Pen. Con su aparición estelar en la plaza del Louvre, bajo la pirámide de cristal de Leoh Ming Pei iluminada, Macron tendió la mano a los votantes de Reagrupación Nacional. Les prometió gobernar para que no se vieran arrastrados a votar por Le Pen en las siguientes elecciones. La sensación de alivio, sin embargo, era precaria. El mapa político que dejaron las elecciones era sombrío. Los resultados certificaron el colapso del bipartidismo francés. Un compañero me lo resumió así: Francia está radicalizada, a la derecha de Macron, está Le Pen, pero a su izquierda todavía peor, Mélenchon. Macron es un espejismo.
Siete años después, el partido de Le Pen está a punto de conquistar el Gobierno en Francia y ella está a la cabeza de todas las encuestas para hacerse con el Elíseo en 2027. No es el escenario que tenía en la cabeza el general De Gaulle cuando diseñó la V República. La esperanza de que Macron fuera el dique de contención de la extrema derecha y la extrema izquierda fue una ilusión. Habrá tiempo para analizar cuáles han sido sus errores. Probablemente entre ellos estén sus “aleccionamientos” ciudadanos, como cuando le reprochó a un parado que no encontrase trabajo: “Cruzo la calle y te encuentro uno”.
Pero el fenómeno que está cristalizando en Francia no es exclusivamente nacional. Otros países occidentales han sido testigos de un falso amanecer liberal y han sucumbido posteriormente al populismo nacionalista. Como recordaba Financial Times estos días, Esrados Unidos pasó de encumbrar al primer presidente afroamericano de su Historia, Barack Obama (2008-2016), a votar por el presidente más racista, Donald Trump (2016-2020), que jalea sin sonrojarse que todos los mexicanos son unos violadores. Joe Biden impidió un segundo mandato, pero ahora su extrema debilidad pone un puente de plata para el regreso del republicano en noviembre, a pesar de los 91 cargos que pesan sobre sus hombros. La antigua división izquierda-derecha del siglo XX ha dado paso a una nueva división entre globalistas liberales y nacionalistas populistas. Y en eso estamos.
Trump y Le Pen van a ser los dos grandes polos del populismo nacionalista y no son países insignificantes. Pero como mostró la primera legislatura de Trump, no hay que caer en el catastrofismo. Estados Unidos tiene un sistema de contrapesos para limitar el poder del presidente. Francia también. Los estadounidenses, además, suelen votar al partido contrario de quien controla la Casa Blanca en las elecciones legislativas de mitad de mandato. Los demócratas tendrán que centrar sus esfuerzos en ganar las «midterm» de 2026 para neutralizar las medidas más controvertidas de Trump. No parece que vayan a tener la valentía de reemplazar a Biden, aunque nadie descarta una convención demócrata abierta el 19 de agosto. Países Bajos también ha capitulado ante el nacional populismo de Geert Wilders después de 20 años en la escena política. Hay quienes defienden que sólo tocando poder se podrá pinchar el globo ultra. En Reino Unido después de 14 años de gobierno conservador, cinco primeros ministros y un Brexit, un centrista sin complejos como Keir Starmer está a punto de llegar a Downing Street. La política es pendular. Después de esta ola populista llegará otra moderada. Ahora hay que contener los daños.
Artículo publicado en el diario La Razón de España