OPINIÓN

A vueltas con el Estado

por Manuel Alcántara / Latinoamérica 21 Manuel Alcántara / Latinoamérica 21

Hay asuntos recurrentes, cuestiones que parecen obsoletas y que sin embargo están ahí imbuidas de una actualidad agobiante. Las modas intelectuales las entierran y las agendas mediáticas las ocultan ante el aparente desinterés del gran público. Sumergida en la vorágine de lo identitario, absorbida por el predominio de la singularidad, alienada por la sociedad de consumo, la gente está distraída. En la mayoría de las ocasiones centra su atención en materias diversas tanto en su deambular cotidiano como cuando se refiriere a los momentos puntuales en que la política le reclama. En todo caso el Estado parece algo ajeno.

Además, en las últimas décadas está sometido primero al manoseo y luego al vituperio en clave de mantras eficaces para gestar estrategias de descrédito. Hoy la discusión en la plaza pública está ausente. No solo lo está frente a cualquier convocatoria electoral con la consiguiente banalización de las ofertas proclamadas sino también a la hora de buscar solución a los problemas que confrontan las sociedades. Sin embargo, su reconsideración me parece prioritaria. Fuera de toda soflama estatista ciega tomar en cuenta sus funciones en la perspectiva de la evidencia conocida a lo largo del último siglo y medio es imponderable sin dejar de lado las enormes transformaciones producidas sobre todo en el ámbito tecnológico.

La actualidad de América Latina ofrece un rico abanico de escenarios dramáticos en los que el olvido de viejos temas impele a gestar una diligencia imponderable. La coincidencia en el tiempo de tres procesos electorales en países que por su tamaño y su ubicación geográfica podrían considerarse como muestras representativas de la región ofrece un rico material para la reflexión. Por otra parte, no se trata de asuntos aislados ni exclusivos de la elite política pues se engarzan con multitud de experiencias de índole similar que día a día afectan a diferentes grupos de la sociedad

El asesinato del candidato presidencial, Fernando Villavicencio, supone el epítome del fracaso de un Estado a la hora de proteger a un candidato en plena función de un proceso fundamental para la política como es el de la liza electoral. Villavicencio es una más, aunque emblemática, de las cientos de víctimas mensuales que se cobra la violencia en Ecuador en una degeneración notable de la convivencia que vive progresivamente el país durante la última década. Para pensadores como Thomas Hobbes o Max Weber una idea de progreso político se vincula a que el monopolio del uso de la violencia legítima esté en manos del Estado; algo que es cada vez más ajeno a un gran número de países de la región cuya enumeración es innecesaria. El asesinato de Villavicencio debe entenderse como el cruce de una línea roja que alerte que se entra en un escenario extremadamente peligroso donde se aboque en una situación de Estado fallido, como advierte Simón Pachano.

El triunfo claro de Javier Milei en las elecciones primarias argentinas es un aldabonazo mayúsculo de una oferta política, sin entrar en las connotaciones individuales vinculadas con su trayectoria personal ni con la ausencia de un proyecto mínimamente articulado con una maquinaria política, que cuestiona a su vez en profundidad al Estado en tanto que institución pública. En primer lugar, su decidido posicionamiento de prescindir de la moneda nacional le aleja de los presupuestos clásicos referidos a que el poder de acuñar moneda es una de las características clave de la soberanía. Pero es sobre todo su decidida fe en su utopía libertaria la que deconstruye el marco de la convivencia larvado a lo largo del tiempo. Sus manifestaciones en la noche del éxito electoral son explícitas de condena del pacto social sobre el que se articula el Estado Social de Derecho. Dijo: “Estamos ante el fin del modelo de la casta, basado en esa atrocidad que dice que donde hay una necesidad hay un derecho, pero se olvida de que ese derecho alguien lo tiene que pagar”.

Guatemala, a lo largo de décadas, ha construido lo que Edgar Jiménez denomina un “Estado Corporativo Mafioso”. Usando el poder de élites económicas tradicionales se ha logrado una hábil cooptación de un sector neural de la justicia que se inició cuando se expulsó del país a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), un proyecto avalado por Naciones Unidas para modernizar la justicia después de los acuerdos de paz. Los efectos del denominado “pacto de corruptos” han tenido consecuencias muy graves en la proscripción de candidaturas y en la persecución de miembros del poder judicial que no se sometieron a sus dictámenes. Guatemala es el país latinoamericano que cuenta con mayor número de personal de la judicatura exiliado, a los que se suman periodistas y activistas en derechos humanos. Por su parte, el proceso electoral actual ha estado en un brete de colapsar como consecuencia de la persecución al Movimiento Semilla de Bernardo Arévalo.

El Estado en tanto que institución política por excelencia es fruto de un dilatado proceso histórico en el que se aglutinan cambios de diferente naturaleza que ha vivido la humanidad. Se trata de una estructura fundamental para articular la convivencia humana ajustando el equilibrio de poderes y asegurarla con un grado mínimo de eficacia y de eficiencia. Su carácter complejo y proceloso le impele a ser objeto permanente de revisión, pero este no se llevará a cabo si el debate público no está continuamente accesible. Si Karl Popper se refirió a “la sociedad abierta y sus enemigos” abriendo una discusión de largo aliento que llega a nuestros días, es también el momento de poner encima de la mesa la cuestión del Estado Social de Derecho y sus enemigos.