Recientemente, el presidente de la Asamblea Nacional presentó a la consideración de sus integrantes la reforma de la Ley Orgánica de Procesos Electorales, informando, además, que se abriría un proceso para contar con la participación de los diversos sectores políticos del país. Un tiempo después, declaró que se recibieron “cientos y cientos de páginas”, de parte de varias organizaciones, afirmación que fue categóricamente desmentida por los grupos más importantes de la oposición.
No cabe duda, entonces, de que los cambios serán aprobados, pues, como es harto sabido, en el parlamento la deliberación apenas alcanza para guardar las apariencias de un poder independiente, de acuerdo con lo que exigen las reglas de la democracia.
La bendición parlamentaria debe darse antes del 15 de diciembre, visto que el próximo año se convocará a la elección de 23 gobernaciones, 335 alcaldías, 23 consejos legislativos y 335 concejos municipales. Estas votaciones se llevarán a cabo en una fecha distinta a las presidenciales, lo que ciertamente es una novedad legal positiva, pues contribuye a disminuir la posibilidad de que el sufragio presidencial marque la tendencia en los demás cargos.
Por supuesto, la premisa básica que sustenta la nueva normativa es el “combate contra el fascismo”, convertido en una expresión elástica que se emplea para repudiar y sancionar casi cualquier cosa. Al amparo de ese propósito se proponen cambios que claramente refuerzan el autoritarismo.
En efecto, se descarta la impugnación de los resultados anunciados por el Consejo Nacional Electoral; se prohíbe, además, la observación de las organizaciones internacionales, bajo el socorrido argumento de que implican la “injerencia extranjera”; adicionalmente se elimina el financiamiento público, porque, cabe imaginar, no lo necesita el PSUV para llevar a cabo su campaña; y, por dar un nuevo ejemplo, se le obliga a quien pretenda ser candidato refrendar los resultados divulgados por el CNE en las elecciones del pasado 28 de julio, de los que, como se sabe, no se ha mostrado ninguna prueba.
En suma, nos encontramos frente a irregularidades ya conocidas, gracias a un árbitro parcializado que en las elecciones del pasado 28 de julio no sonó el pito frente a las numerosas y graves faltas que se perpetraron, con el objetivo de favorecer la reelección presidencial.
Si a lo anterior se suma el creciente rechazo al gobierno por parte de la población, es lógico preguntarse si lo que está detrás de la reforma no será motivar la abstención para garantizar la permanencia en los diversos cargos de quienes sean afines a las ideas y, sobre todo, a los intereses de quienes gobiernan hace más de una década.