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A rienda suelta

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Máximo Sáenz decía: “Si los gobiernos quieren resolver de inmediato los arduos conflictos que envenenan la existencia, no tienen más que multiplicar los hipódromos, difundir el amor a las luchas hípicas y abrir escuelas de buenos ventanilleros: lo demás vendrá de por sí”. Soy un caribeño por mis cuatro costados, es decir, desde muy pequeño crecí con el beisbol y las carreras de caballos. Me acuerdo cuando escuché mi primera carrera en la radio, narrada por Virgilio Cristian Decán, conocido popularmente como Aly Khan. Fue algo emocionante, apasionante; el narrador dibujaba la trayectoria de la carrera, el tiempo y los puestos de los ejemplares, con un léxico que solo él manejaba magistralmente.

Crecí impregnado con frases sobre el hipismo, que se empleaban en la vida cotidiana; y a medida que fui entendiendo las carreras de caballos, iba comprendiendo aquel vocabulario encriptado. Por ejemplo “Suerte y Gaceta Hípica” lo empleaban los hombres para desearle suerte a un amigo en la víspera de una cita con una dama; “Se quedó en el aparato” se utilizaba para decir que un amigo no quiso salir para una fiesta; “Anda con gríngola” solía decirse a los hombres que iban con sus respectivas novias y no miraban para los lados.

Hace muchos años me introduje en el vientre de un avión que me arrojó en Londres, donde descubrí que los hipódromos y las carreras de caballos forman parte de la vida cotidiana y donde estas se ven religiosamente, todos los días del año. Ir al hipódromo de Newmarket, Inglaterra, ver a los caballos con estilo, con más estilo que hombres, los jinetes con la esperanza de ganar la carrera frente a sus familiares, los entrenadores en sus respectivos palcos con binoculares, y ver a las hermosas mujeres vestidas elegantemente, con sombreros exageradamente perfectos, dando pequeños pasos alicorados, con risitas que dicen que han perdido en sus apuestas, pero no han perdido las ganas de seguir bebiendo en cualquier bar del pueblo; cosas así solo se ven en un hipódromo.

Charles Bukowski escribió que en los combates de boxeo y en los hipódromos era donde había aprendido el valor de la rebeldía. Desde el primer día que pisó el hipódromo Santa Anita (Norteamérica) se convirtió en un amante de las carreras. Bukowski pensaba que era importante saber ganar jugando a los caballos, debido a que cualquier idiota puede ser un buen perdedor. Y cuando le preguntaban cómo estaba, él respondía con su estilo: “Me va bien con los caballos. Es con las mujeres donde pierdo”. Para Bukowski, el hipódromo era un lugar donde los sueños de los hombres caen derrumbados por los caprichos de la fortuna, donde, al igual que el circo romano, la gente entra a la arena y apuesta dinero y su sangre.

Fernando Savater, escritor y filósofo español, es uno de mis escritores de cabecera. He disfrutado en cada página con sus libros: El juego de los caballos, A caballos entre milenios, y la maravillosa novela La hermandad de la suerte, cuya trama se refiere a cuatro aventureros, que deben encontrar a tiempo un jockey desaparecido, para que pueda montar un caballo invencible en la prueba crucial de la Gran Copa. Savater viaja de España al Reino Unido, militantemente, todos los años, para presenciar el Derby de Epsom, donde analiza los equinos, disfruta, se apasiona cuando gana y, cuando pierde, lo hace como los apasionados a las carreras, es decir, con la mira puesta pensando en que vendrá mejores carreras.

A quienes piensan que las carreras de caballos son un asunto culturalmente deleznable, puedo decirles que están equivocados: el hipódromo, las carreras de caballos, son el conjunto de sacrificios, el conocimiento de los entrenadores, la disciplina del trabajo diario, la armonía que tiene que haber entre el entrenador, el galopador y el que cuida el caballo en el establo. Pero sobre todo, hay que tener una gran sensibilidad con el caballo, ese animal que con sus ojos brillantes dice cómo se siente y, dando frutos al amor de sus cuidadores, saldrá a la pista a correr con el corazón, a rienda suelta. Sin dudar, a rienda suelta, las carreras de caballos me apasionan, igual como cuando escribo o leo.

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