Cuando la política exterior de los países de Occidente se sujetaba o simulaba sujetarse a principios morales ordenadores –partiendo del básico que nos lega la Segunda Gran Guerra del siglo XX, el de la primacía de la dignidad de la persona humana por sobre los atropellos de la soberanía nacional y sus gobiernos– todo atentado a las normas que los desarrollan en el campo de la democracia y del Estado de Derecho era motivo de preocupación. Cuando menos era una cuestión que ocupaba el interés de la opinión pública.
Tras el ingreso del mismo Occidente al mundo de la No-cosas –copio la expresión de Byung-Chul Han– y al imperio de los metaversos, léase al de la virtualidad que a medida de nuestras arbitrariedades personales nos permite crear mundos propios ajenos al de los otros, pasamos a creer en una libertad ajena al discernimiento entre el bien y el mal. Se trataría de categorías del pasado o antiguallas que mal estaría dispuesto a aceptar el relativismo en boga, que es “el problema más grande de nuestra época” según lo expresara el hoy Papa Emérito Joseph Ratzinger, siendo cardenal.
Hasta el fijar una verdad tan básica como la del respeto a la dignidad humana, que fija derechos iguales para todas las personas en todo lugar donde se encuentren, se la tacha ahora de fundamentalismo en nombre de la tolerancia. Al cabo, como lo indica el Papa alemán y lo muestra otra vez la experiencia corriente –baste con fijarnos en el comportamiento de quienes deciden renunciar a verse como terráqueos y balbucean sonidos que atribuyen a extraterrestres por las redes y los imponen bajo protesta popular, fundados en el privilegio de la diferencia– de consiguiente “el relativismo se ha convertido en la nueva expresión de la intolerancia”. Ayer, no más, el gobierno griego condenó a la prisión al futbolista que osó calificar de “abominable” que a un niño se le cambie el sexo.
De modo que, insisto en que estamos ante un problema de los occidentales, por avergonzados de nuestra cultura e historia milenaria y sus denominadores culturales, sin que se aprecie lo mismo en las otras civilizaciones como la islámica o la china, o la de India o la del África negra. Y al perderse o deteriorarse las certezas intelectuales sobre la misma naturaleza humana, el descarte de la persona sea quien fuere, se hace habitual y se vuelve virtuoso. Es lo que predica el llamado progresismo, que es antiprogresismo en la misma medida en que diluye a lo humano racional para imponer especies-datos recreadas al detal, sujetas como usuarios a la gobernanza digital o meras piezas a las que se les considera partes inferiores ante las leyes y fuerzas evolutivas matemáticas de la naturaleza, la Pacha Mama.
No escandaliza a los organismos mundiales encargados de proteger al ser humano en sus todos sus derechos, y para todos, al punto de que hasta las comisiones de la ONU que conocen de crímenes de lesa humanidad ejecutados por Estados y gobernantes, los relativizan. Los vuelven cuestiones políticas y políticamente transables o resolubles mediante componendas diplomáticas, de suyo relativas.
¿O es que nada indica, al respecto, que el presidente de Francia, Emmanuel Macron, llame presidente y reconozca como tal a un ecocida como Nicolás Maduro en el marco de una asamblea mundial de protección del medio ambiente, o que el presidente de Colombia, Gustavo Petro, en yunta con este y el argentino Alberto Fernández exijan a los venezolanos entenderse con aquel y que al paso olviden toda sanción o anuncio de persecución criminal universal dictada contra éste?
Que se saluden el aborto no terapéutico o la eutanasia como logros de una extraña civilización sin reglas de juego y en cierne, mientras se encarcela y lapida al que ha destruido un árbol o maltratado a un animal, revela el grado de apostasía de lo humano y del sentido de humanidad que marca la deriva del siglo en curso.
Todo ello explica, sin más agregados, que la diáspora o los refugiados venezolanos que casi frisa los 8 millones de almas esparcidas por el mundo, desgajadas de localidad y de afectos, migrantes hacia países en los que sobreviven aceptando verse discriminadas y hasta tratadas como «cosas» disponibles, no aparezcan en el radar de los diálogos parisinos o mexicanos como asunto de primer orden.
Se los estigmatiza, se les regatean sus identidades y se les dan reconocimientos provisorios – TPS que ponen en duda o bajo condición el derecho a existir con seguridad que merece todo ser humano. Hasta les suman como propia la condición criminal del régimen que ha triturado sus dignidades y del que han escapado. Se les mira y se nos mira a los venezolanos como marchantes sospechosos, en cualquier rincón al que nos aproximamos.
Nadie tiene por qué recordar –impera el relativismo ético– que alguna vez fue Venezuela tierra de acogida y de libertad para americanos y europeos de cualquier condición, a quienes se privilegiaba como constructores bienvenidos de un patrimonio considerado común y por hacer.
A los venezolanos de la diáspora se les usa, eso sí, cuando sirven o son útiles como tema de debate electoral en los sitios en donde esperan, cuando menos, el trato respetuoso que como refugiados merecen y les otorgan las leyes de humanidad, no los tratados universales que se ocupan de la cuestión.
Lo insólito es que esa diáspora sin Torá se coaliga para no perder su identidad compartida, lo que es legítimo y muy necesario. Mas se la mueve, apenas, para el ejercicio del voto, que acepta, cuando menos, para saber que aún existe para los “de adentro”. Y los aspirantes a los espacios políticos que se negocian, sacan cuentas y debaten sobre esas «cosas» vueltas número, los venezolanos “de afuera”, para saber si sirven o no como tal agregado de almas que han sido condenadas por el régimen ecocida y genocida cuyo rostro hoy lavan los gobernantes extranjeros.
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