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A propósito del Día del Profesor Universitario

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Poco después de recibir el premio Nobel de Literatura, Albert Camus dirigió una carta al maestro de su infancia, Louis Germaine. En aquella le agradecía en estos términos: «Sin su enseñanza no hubiese sucedido nada de esto». Cierra su misiva reconociendo el «corazón generoso» de su preceptor y refiriéndose a sí mismo como un «alumno agradecido». Todo ello me parece conveniente traerlo a colación dado que el próximo 5 de diciembre celebraremos en Venezuela el Día del Profesor Universitario.

No solemos reconocerlo, de una parte, por parecernos cotidiano y trivial y, de la otra, porque no logramos advertir a primera vista la importancia de las asignaturas en el a veces enmarañado pensum de la carrera universitaria, pero lo cierto es que todos los docentes son necesarios para hacernos profesionales. La prueba de ello radica en un simple trámite: cuando ante la oficina de Control de Estudios se solicita el finiquito de la carga académica para proceder a consignar la tesis, si falta una sola asignatura por cursar, la gestión no prospera.

No quisiera, sin embargo, centrar mi atención en este aspecto de por sí obvio, sino en otro menos ostensible: el hecho de que cada docente es un maestro de humanidad. Puesto que todo catedrático, en tanto que persona, es la suma de experiencias, reflexiones, memorias, decisiones y omisiones vitales, se presenta ante sus alumnos con tal bagaje, y desde él enseña… para bien o para mal.

Quienes, por ejemplo, recibimos clases de la profesora Ernestina Salcedo Pizani en la cátedra de Literatura Española recordaremos, a propósito de Noche oscura, de san Juan de la Cruz, aquel relato suyo en el que contaba cómo su collar de perlas, acercándose a la urna de su pequeña hija, había chocado con esta multiplicando hacia el interior de la caja mortuoria una sinfonía de resonancias que abrazaban el cuerpecito inerte de la niña, al tiempo que ofrecía la cinestésica imagen como alegoría del modo en que el alma indiferente es tocada por la poesía en tanto que acto místico. Aquella experiencia suya, tan triste como conmovedora, signó definitivamente en mí una inquietud por las formas en las que la belleza subyace tras lo airadamente terrible de la vida.

Cuando el profesor universitario se acerca a la cátedra, es el signo de un flujo de humanidad. En él confluye tal caudal de referentes, alguno incluso tan ancestral como inmemorial, que su sola presencia se constituye en un símbolo a discernir. Cuando aquel toca no solo el cerebro de sus alumnos sino sus corazones, tiene lugar un hecho que inexorablemente dejará huella en quienes ahora, más que alumnos, serán discípulos. Hay una notable diferencia entre apenas aprender unas teorías y seguir un estilo de vida.

En este sentido, la sorpresa, en tanto que emoción primaria, es una de las herramientas principales de un docente. Cuando el profesor universitario consigue infundir en sus alumnos la estupefacción ante el hallazgo, ha asegurado la permanente rememoración de este. La emoción es el broche de la memoria. Sin aquella el conocimiento sería temporal. El catedrático que enseñe con pasión no solo conseguirá que sus estudiantes no olviden el objeto de estudio, sino que los habrá convertido en discípulos de un modo de vida: el del saber palpitante que más tarde se integra en la experiencia existencial. A eso exactamente remitía la gratitud de Camus.

En un salón de clases concurren muchos más elementos que el solo trato con el conocimiento. El modo en el que un docente se relaciona con sus estudiantes es uno de ellos, y un factor clave en ello es la comunicación, más específicamente, la capacidad argumentativa. En este punto se abre un amplio compás que podríamos definir como la retórica de la enseñanza, esto es, los modos en los que se consigue aproximar persuasivamente el objeto de estudio a los alumnos, pero también las maneras en que el catedrático se justifica frente a ciertos eventos de la experiencia académica.

En este orden de ideas, siempre recordaré la respuesta que mi profesor de Didáctica, Gastón Larrazábal, ofreció a un estudiante que demandaba una décima de punto adicional para aprobar la asignatura: «Si un neurocirujano se equivoca por un milímetro al cortar el cerebro, puede dejar inválida de por vida a una persona. Si un buje tiene un milímetro menos, girará sobre sí en su asiento. Si Vernier hubiera pensado como usted, jamás habría inventado la escala de precisión». Para mí fue una lección acerca de las palabras y su contundencia. Su impacto fue tal que he dedicado mi vida al estudio de la retórica.

Un catedrático es una persona humana, no solo una pila de saberes. En sus palabras no pocas veces está la resonancia existencial de su ser, pero en sus silencios a menudo reposa un secreto. ¡Cuánto calla un catedrático! En los silencios de Ramos Sucre yacía su dolor por la «ofendida belleza». En los silencios de Pedro Salinas palpitaba su secreta pasión por Katherine Prue Reding. En los silencios de Heidegger se durmió, inacabadamente y para siempre, buena parte de Ser y tiempo… convencido de que, en el sigilo de su fracaso, poesía y filosofía se encontrarían finalmente para pensar el mundo de otra manera.

Quizás sea bueno recordar que la tipografía de nuestras computadoras, en las que solo reparamos cuando necesitamos elegir una, fueron enseñadas por un catedrático a Steve Job, quien las estandarizó más tarde en sus equipos informáticos. La historia de la filosofía y la literatura está colmada de deudas a los maestros. El mundo es un eco del aula de clase. Lo que entre sus cuatro paredes acontece resonará por siglos, a menor o a mayor escala.

Me gusta no perder de vista que en cada presente construyo mis recuerdos. Por eso presto especial atención a ello, a la calidad de mis memorias, porque estas, junto a mis actos y omisiones, marcarán el tenor de lo que seré mañana. También seremos remembranza para otros que nos rememorarán a su tiempo. ¿Cómo lo harán? ¿Cuál será la tesitura emocional de esas reminiscencias? Si lo miramos con cuidado, el recuerdo forma parte de la pedagogía de la ausencia. Llegará el momento en el que la voz del catedrático se habrá apagado definitivamente, pero su eco permanecerá vivo en los intersticios del ayer. Allí, en la cátedra imperecedera, viven quienes un día tocaron sustancialmente nuestras almas, nuestra inteligencia y nuestro corazón. Ellos son la silenciosa fuerza del polen intelectual.

@JeronimoAlayon

 

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