Maldita sea mi estampa morena.
Otra vez aquí, otra vez en viernes y otra vez sin saber de qué escribir.
Tengo que confesar que la mayoría de las veces me siento ante el teclado sin saber de qué voy a escribir. Increíblemente, es así. Lo hago, porque, aunque ustedes no lo crean, casi todas las veces que me siento con una idea clara de lo que quiero plasmar, acabo escribiendo de otra cosa. El artículo, que tú crees bajo control, no se deja doblegar, de tal modo que, al final, no escribes lo que querías, sino lo que el teclado y tus manos, sin duda poseídas por Eduardo Manos Tijeras, te obligan a escribir.
Lo puedo asegurar. No recuerdo una sola vez que me haya sentado con la idea de escribir algo y no haya terminado escribiendo algo totalmente diferente. Es como en la canción de los Secretos; “ Soy como dos. Uno que vale la pena. Soy como dos, siempre soy dos…” .
Por fortuna, muchas veces, ante el teclado, me siento así. Soy como dos. Uno, el vulgar que viene de serie, el aburrido, el que hace pis y caca y otro, el que aflora al escribir. Muchas veces, cuando termino el artículo, me pregunto “¿pero quién ha escrito esto? ¡Sal de mi cabeza, cabrón, quien quiera que seas!”. Pero luego, bien pensado, rectifico: “Mejor no salgas. Sigue ahí, pero no hables hasta que se te pregunte “.
Este asunto de tener claro lo que quieres hacer, escribir, componer, y sin embargo fallar estrepitosamente me recuerda a una anécdota que le leí a Juan Tallón, articulista gallego al que leo con asiduidad.
Relataba Tallón que, en un pasado muy, muy lejano, encontrándose de viaje de fin de curso en Palma de Mallorca a los diecisiete años, por uno de esos errores del destino, terminó enrollándose con una compañera de clase.
Una noche de fiesta, en una discoteca de Palma y con diecisiete años. Esta es una de esas situaciones que te hacen sentir que tus pies no tocan el suelo. Pues en esas estaba Tallón, supongo que preguntándose por qué el altísimo se había acordado de él, cuando, inopinadamente, en medio de la vorágine de babas y calentón, su amiga acercó su boca a su oído y le dijo “tócame el coño“.
Puedo imaginarme por mi mismo la situación. Lógicamente, Tallón se quedó perplejo. A bote pronto, su primer pensamiento fue que no podía ser. Que, indudablemente, había oído mal o, al menos, había interpretado mal la frase. Algo se le escapaba, sin duda. Pero por otro lado, pese al bullicio del lugar, estaba seguro de haber oído lo que había oído.
Dura situación la de Tallón. Una situación así te obliga a actuar con contundencia y, además, con presteza. Si no reaccionas, además de perder una oportunidad única a los diecisiete, puedes quedar como poco como un pusilánime, lo cual marcará tu devenir futuro, sin duda alguna, en lo que al sexo opuesto se refiere. Hay etiquetas que quedan tatuadas a fuego lento en tu reputación y no pueden ser borradas.
Por lo tanto, Tallón, tras repasar su existencia hasta el momento en un lapso de segundo, decidió afrontar lo que el destino le había puesto por delante y, sin más, le tocó aquello que su amiga, si no se demostraba lo contrario, le había solicitado.
A partir de aquí, sobrevino el desastre. La chica retrocedió un paso, lo justo para poder alcanzarle la cara con la mano abierta. Tallón comprendió que no, que no había oído bien o no había interpretado bien lo que su amiga le había dicho, que era, indudablemente, algo muy distinto a “tócame el coño “. Algo oculto e indescifrable que, a partir de ese momento, se le escapó para siempre, ya que, por supuesto, su amiga no le volvió a dirigir la palabra en su vida.
Por lo demás, al menos, salvó su reputación. Aplicó aquello de “que hablen de ti, aunque sea mal “. Es mejor quedar como un canalla que como un gilipollas. A los diecisiete y a cualquier otra edad.
Esto que le pasó al bueno de Juan Tallón es aplicable a las relaciones humanas, pero, bien mirado, es aplicable a la vida en general.
Muchas veces, la vida te habla. Te dice lo que quiere que hagas, por donde tienes que ir. Desgraciadamente, como Tallón, la mayoría de las veces la entendemos mal. Yo soy un firme convencido de que un ser humano, hombre o mujer, incurre, a lo largo de su vida, en cuatro o cinco aciertos en el mejor de los casos. Todo lo demás, contado por centenas, son errores.
Afortunadamente, si administras bien tus contados aciertos, estos pueden ser suficientes para llevar una buena vida. En otros casos, por desgracia, no es así. De cualquier modo, si lo analizamos bien, muchas veces andamos por la vida como cuando te levantas a mear y, por no despertar a la tropa, no enciendes la luz.
Crees que conoces el recorrido, crees que eres capaz de hacerlo, pero en realidad, acabas a ostias con los muebles, en la oscuridad y, finalmente, te rompes una rodilla y acabas despertando a todo el mundo. A veces pienso que vamos así por la vida, a ostias con los muebles, hasta que alguien enciende la luz. Dar con ese alguien, como es mi caso, es un regalo de Dios.
Así que, aunque esto les pueda conducir al abismo, sigan su instinto. Escuchen a la vida. Se equivocarán mil veces, pero un día acertarán.
Muchas veces, un solo acierto, merece toda una vida.
Sean felices.