Corría la década de los cincuenta del siglo pasado cuando llegó a Venezuela una de las personas que más la ha amado. Llegó y se sintió atrapado por nuestra tierra. Más de una vez, a petición mía porque me encantaba oírle narrarlo, me contó: “Yo no sé exactamente qué fue, pero sentí que este no era un punto más al que estaba llegando. Y dije que quería conocer esta tierra y su gente. ¿Y cuál es la mejor manera de conocer un lugar? ¡Caminándolo! Y agarré una ropa y un chinchorrito y me fui caminando por la carretera Panamericana. La primera noche llegué hasta Tejerías y ahí, a la orilla de la carretera, le pedí permiso a una familia y colgué mi cama, y de ahí seguí caminando hasta que entendí que estaba enamorado de esta tierra y su gente. Y aquí me quedé…”
Escribo sobre Daniel de Barandiarán, “el indio” Daniel, para unos, o “el cura Daniel” para otros, que llegó a Venezuela como misionero de la llamada congregación laica los Hermanitos de Jesús, también conocidos como Hermanitos de Foucauld. Las tareas y peripecias de él son para escribir varios tomos, de grueso espesor, y sin embargo, él no hacía gala de ello. Sólo entre amigos se explayaba a narrar algunas cosas; la mayoría las callaba. Fue él, con su tozudez a prueba de todo, quien fundó a fines de los años cincuenta, en la parte alta del río Caura, la población Santa María de Erebato, me refiero al corazón de la selva del estado Bolívar. Sus largos años entre los yekwanas y yanomami le dieron el nombre de “Aushi Walalam”.
Bolívar y Amazonas lo recorrió en curiara y a pie. Una de las deudas eternas que la Venezuela decente tiene con él fue su libro Los hijos de la Luna, uno de los más profundos estudios sobre la cultura de los sanemá-yanoama, o yanomami como suele decir la mayoría. En sus labores entre ellos por la selva amazónica, en las cercanías de los límites con Brasil, un día llegó a una comunidad que le informaron de unos trabajos que estaban haciendo unos soldados cerca de allí. Él se fue con ellos a ver lo que le contaban. ¡Y vaya que encontró! Un grupo de militares brasileños habían construido un cuartel y una pista de aterrizaje… ¡En territorio venezolano!
“Todavía no sé cómo me controlé, pero me di cuenta de que tenía que hacerlo, y me quedé hecho el bobo mirando todo, todo, todo, y después que tenía todo en la cabeza, me regresé. Tardé casi un mes en llegar a Caracas. Imagínate, tuve que caminar, y agarrar curiaras, y botes, y autobuses, hasta que llegué a Ciudad Bolívar y ahí conseguí que me llevaran a Caracas, directo a La Carlota conseguí una “cola”. Me bajé de la avioneta y pegué a correr hasta la puerta de la base aérea, y ahí agarré un taxi que me llevó hasta la sede del Ministerio de la Defensa. Como ahí ya me conocían todos, entré hasta el propio despacho del ministro y, ahí sí que no me pude controlar, le grité: Mientras usted está echado ahí, nos están quitando el país a pedazos, ¡a ver si mueve el culo! Ahora sé que fue una impertinencia de mi parte y una falta de respeto, pero es que no podía con la rabia que cargaba desde hacía un mes por dentro. Total fue que el general me pidió que me calmara, y a grito pelado le conté lo que estaba pasando. Esa misma tarde salí con él y dos aviones llenos de soldados y funcionarios y recuperamos el territorio que Brasil ya se estaba robando.”
Ese punto del que narraba Daniel ese episodio es lo que ahora se llama Parima B. El impasse fue resuelto, fuerzas militares venezolanas tomaron posesión de las instalaciones y, desde entonces, allí operan distintos grupos de las fuerzas militares, así como distintos investigadores. Años más tarde, con no poca amargura, él me decía: “Es que, de no haber sido por los brasileños, ni siquiera ese cuartel y esa pista estarían ahí. Amigo mío, este país no le duele a nadie, y sus militares hablan mucho del amor a la patria, pero son muy pocos los que realmente la honran”.
La última vez que estuve allí fue hace casi treinta años, los yanomami, o sanemá-yanoama, estaban en constante contacto con los efectivos militares. Fue cuando hice esta foto que uso para ilustrar estas líneas. La alegría de ellos es de pureza milenaria. Fue en ese mismo sitio que Daniel recuperó para Venezuela, a gente pura, a cuatro para ser precisos, a quienes un grupo de “valerosos soldados bolivarianos”, asesinó a mansalva con las armas de guerra que se supone les fueron entregadas para defender la integridad territorial del país.
Es más que dolorosa la tragedia venezolana, peor que vergonzosa, mucho más que aterradora, cuando un grupo de efectivos militares arremete con su armamento contra un grupo de personas inermes. Ellos, y el oficial al mando, están retratados en el Salmo 10: Llena está su boca de maldición, y de engaños y fraude; / Debajo de su lengua hay vejación y maldad. / Se sienta en acecho cerca de las aldeas; /En escondrijos mata al inocente.
© Alfredo Cedeño
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