Ante la crisis que sufre y vive el país, en la colectividad se intensifican el miedo, la pasión, la ambición, el escepticismo, la indiferencia, y se transgrede, alegremente, con una visión en suma cortoplacista y de interés personal, la frontera entre las convicciones privadas y la vida pública, ignorando adrede el principio fundamental: “Solo es bueno lo que es útil a la sociedad”.
Las difíciles circunstancias en las que nos encontramos y los enormes obstáculos que existen para tratar de resolverlas requieren, de todos los ciudadanos que se oponen al régimen, una actitud cónsona con el desafío planteado. La demanda que expresa la gente común ―de búsqueda de soluciones racionales, a las dificultades presentes, a través de la fuerza de la unión― debe ser satisfecha plenamente por las diversas organizaciones e individualidades que aspiran a dirigirnos. No obstante, vemos, estupefactos, cómo grupos y personas, que en lugar de acompañar las luchas sociales de supervivencia que se libran todos los días, sin distingos de ninguna naturaleza, incurren en el error de olvidar el aspecto central de la acción política: crear símbolos de identidad nacional por medio de una visión incluyente, solidaria y unitaria que exprese y construya la alternativa democrática frente al vergonzoso caos en que los actuales gobernantes han sumido a la nación.
Por el contrario, muchos de ellos, seudodirigentes de nadie y de nada, se sienten el epítome de la autosuficiencia y arrogancia nacionales; aspiran, por acumular supuestos méritos que solo su exacerbado ego reconoce, a dirigir a los millones de venezolanos que los desastres y desaciertos del régimen han condenado a vivir en la incertidumbre, la miseria y la carestía y que, por tales justas razones, se oponen y enfrentan cotidianamente a las arbitrariedades, garrafales errores e inequidades de las acciones del peor gobierno que ha tenido el país en la historia contemporánea.
Estos seudolíderes se empecinan en ofrecer a los ciudadanos una maqueta de compartimientos estancos, carentes de mensaje y de planes efectivos para el rescate de la sociedad venezolana; sus mensajes están pletóricos de las semillas del fracaso por la atomización, confusión, escepticismo y decepción que su actitud egoísta y desintegradora, aunada con contradictorios planteamientos, están causando entre la ciudadanía.
El país espera de los que verdaderamente se erijan como sus dirigentes que faciliten la concreción de esperanzas de modernización endógena, del triunfo de las luces de la razón y racionalidad sobre las ilusiones individuales, que se erradiquen las mentiras, la ideología aviesamente interpretada y las apetencias por los privilegios del poder. Asimismo, aspira a que sean capaces de deslastrarse del pasado y de la tradición hegemónica partidista y que se pongan al servicio del futuro y la modernidad. Así y solo así es como el país acepta la noción de lo que es un dirigente político al que le prestará apoyo y lo reconocerá como su representante en todas las instancias.
Los seudodirigentes, que a diario nos explican los fútiles motivos que tienen para poner en duda el sabio concepto de que la unión de todos es el instrumento indispensable e insustituible para alcanzar la victoria, deben comprender que sus aspiraciones personales, por muy legítimas que sean, están subordinadas al interés de la colectividad y que no basta con levantar una nueva bandera para convertirse en verdaderos factores políticos de importancia. La condición de dirigente no se gana con el exclusivo uso de banderas y consignas y el discurso, sino que surge y crece entendiendo orgánicamente el carácter de la época que vivimos y mediante la plena identificación con las luchas reivindicativas de las clases sociales que quieren liderar.
La lucha por construir una Venezuela distinta y mejor no ha de ser el triunfo del cálculo personal, sino la obra de una acción sustentada en la conciencia nacional y encaminada a poner el orden político, social e institucional en una sociedad que se desgarra aceleradamente y a la que se le niega el derecho, por represión u omisión intencionada, a ser protagonista de su propio destino. Por ningún concepto se debe permitir que las ambiciones personales de algunos advenedizos, tránsfugas y mercaderes de la política lleven al fracaso del esfuerzo realizado y por realizar para recuperar el derecho de ser lo que queremos ser.