A la Fracción 16J
No me refiero a nuestros ausentes, los millones de la diáspora, víctimas de este ostracismo cruento y desalmado, cuyo eventual reencuentro nos mantiene esperanzados. En nuestro caso, toda nuestra familia, cuya ausencia sufrimos desde que despunta el día. Y cuyo afán de reencuentro nos motiva a la lucha permanente, ininterrumpida, cotidiana. Están vivos. Y eso nos basta. Pero nos hacen falta.
Me refiero a quienes se han ausentado para siempre. A quienes las mismas circunstancias que obligaron a la partida de millones y millones de seres a tierras extrañas y costumbres ajenas, doblegaron con el ensañamiento de la muerte. Porque también se muere de dolor político, también metabolizamos la indignación ante las iniquidades, también el corazón se niega a acompasar los abusos, las injusticias, y el alma se resquebraja de dolor y se niega a continuar soportando lo material y éticamente insoportable.
Es la tortura silente, el ultraje invisible, la penalidad sobrellevada. Que han disparado los índices de suicidio en un país que fuera preciado como el de los habitantes más felices del planeta, hoy solo comparable a los de nuestros hermanos de penurias, los cubanos. ¿Cómo aceptar impotentes la conversión de nuestras ciudades en campos de concentración, nuestras urbanizaciones en cárceles, nuestras viviendas en mazmorras? ¿Cómo tolerar la hegemonía de la corrupción, el saqueo, el narcotráfico? ¿Cómo convivir con quienes hacen de la inmoralidad y el crimen práctica normal, inevitable, cotidiana?
Hoy, en Venezuela, como habrá sucedido en tiempos de las viejas tiranías que corrompieron la esencia de nuestra sociedad desde el momento de su nacimiento político independiente, en aquellos ominosos tiempos de dictadores travestidos de héroes patrios y elevados a los templos de la adoración de mayorías incultas, analfabetas e ignorantes, se muere de mengua por carencias propias de la barbarie, se desfallece por la indigencia y la miseria, pero también se muere de honra y orgullo. El cuerpo se niega a seguir la danza de la muerte, la devastación y el crimen. ¡Cuántos no habrán muerto arrastrados por el deseo de negarse a seguir cohabitando con la traición, la impunidad y el crimen!
Pues por aberrante que nos parezca como cristianos, hay momentos en los que la desesperanza nos aflige hasta hacer deseable nuestra propia muerte. Vivimos tiempos en los que ser feliz resulta hasta pecaminoso, en que halagar la belleza supone ocultar la fealdad general, en que alabar la luz supone ocultar las tinieblas.
No es un problema político. Es un problema moral. Nadie se revuelca en la inmoralidad que se nos impone por doquier sin pagar el duro precio del desprecio hacia sí mismo. La degradación de verse compulsivamente arrastrado a la connivencia. Nada más difícil que ser un hombre de bien. Preguntándonos al cabo, como lo hiciera Primo Levi al narrar su desventurado paso por Auschwitz, “si esto –lo que resta– es un hombre”.
Por eso, estas fiestas nos abruman y nos llenan el corazón de pesadumbre. Vivimos en un país que no honra su dignidad. Vivimos en un país en el que la alcahuetería se ha convertido en norma y en el que la astucia y la pillería han desalojado a la virtud y la inocencia. ¿Cómo desearles paz a quienes han convertido nuestra convivencia en un infierno y la vida en una pesadilla? ¿Cómo desearles felicidad a quienes quisiéramos ver encadenados por malvados y facinerosos?
Solo ese deseo de retaliación y honra, esa voluntad de imponer la justicia y cobrar de manera implacable, bíblicamente el daño, “ojo por ojo y diente por diente”, nos mantiene vivos y nos da la fuerza necesaria para continuar. No desfallecer, no traicionar la palabra empeñada, no socavar nuestras bases morales. Y negarse a toda cohabitación. No hay otro remedio a la desesperanza.
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