
Francisco de Quevedo no dejaba de burlarse de sí mismo y de nosotros cuando escribió La vida del Buscón, 1626, asomado a la literatura picaresca y asombró al mundo de su tiempo porque reveló «que escuchaba con los ojos a los muertos» y Juana Inés de la Cruz, dos años antes de morir en 1695, escribió: «Óyeme con los ojos ya que están tan distantes de los oídos» y Marguerite Yourcenar (1903-1987) fue enfática al afirmar que a la muerte hay que esperarla con los ojos abiertos. Más aun, dijo que hay que verla, conocerla, hablar con ella, interesarse por su oficio. No en balde, digo yo, armada de paciencia permanece a nuestro lado desde el instante mismo de nuestro nacimiento y no siempre acertamos ni sabemos comportarnos cuando apesadumbrados damos el pésame a la viuda del amigo en lugar de felicitarla y alegrarnos porque finalmente él desertó de la cama de hospital a la que lo condenó la larga y penosa enfermedad que lo acabó y al mismo tiempo dolernos también por su deseable y esperado fallecimiento.
¡No siempre aceptamos o toleramos la proposición de Yourcenar! Contrariamente, odiamos y tememos la presencia exageradamente cercana de nuestra muerte o la de gente conectada a nuestros afectos, pero la muerte del que se estrella en el avión o en el automóvil nunca seré yo. ¡Son cosas que le suceden a los demás! Y me da igual y me parece abstracta o indescifrable la vida o la muerte cuando se muestran no en el cine, sino en las películas de acción violenta. Impávido y sin estremecerme veo caer abaleado al gángster de la mafia rusa, americana o japonesa y presumo que muy pronto no tardará en aparecer la venezolana. Y soy un lector mudo o testigo inútil si me preguntan, por ejemplo, sobre mis emociones ante el fallecimiento del obispo de Liège en Quentin Durward, la novela de Walter Scott.
Sin embargo, me impactó en el filme Million Dollar Baby (2004) la muerte de la boxeadora Maggie Fitzgerald (Hilary Swank) activada por las piadosas manos de Frank Dunn (Clint Eastwood), su entrenador. Pero debo confesar que me dolió también la muerte por accidente de tránsito en Barcelona, Anzoátegui, de monseñor Arias (1959) y sus últimas palabras nada trascendentales sino más bien simples pero humanitarias: «¡Agua, agua para Píritu!».
En otro tiempo, en mi primera adolescencia, el barco italiano Auriga me vio desembarcar en Cannes, donde subí al tren azul que me llevaría a París. El barco siguió rumbo a Nápoles sin saber que allí terminaría su vida transatlántica porque se convirtió en esplendoroso casino. Algo sorprendente: acostumbrado a cruzar profundos océanos, comenzó a navegar por el tormentoso mar terrenal de las ruletas, los naipes y el dinero.
En aquel primer viaje mío por mar y el último del Auriga, su reglamento o protocolo me clavó en carne propia el aguijón de la división de clases porque los pasajeros de primera tenían derecho a bajar a la segunda y a la tercera clase. Los de segunda podíamos bajar a la tercera, pero no subir a la primera y los de la tercera clase no tenían derecho a subir a la segunda y mucho menos a la primera.
Yo bajaba y permanecía largo tiempo en aquel tercer mundo que era la tercera clase, compartiendo y disfrutando del canto, la alegría y la tarantela napolitana de los más desposeídos. Allí reinaba la precariedad, pero mucho movimiento y amor y sinceridad debajo de la línea de flotación.
Fue entonces cuando apareció el polizón, un muchacho dos o tres años mayor que yo, moreno y agraciado. El primero y único polizón que me haya tocado conocer, sin contarme a mí mismo. Llevaba varios días oculto, robaba en las cocinas y dormía en cubierta debajo de los botes salvavidas colocados boca abajo. Sin mostrar turbación alguna me dijo al verme que deseaba ir a París, que podía llamarlo Víctor y me rogaba que no lo denunciara. Dijo que era peruano y criado o si me parecía mejor, lacayo de Pancho Segura Cano, el famoso tenista.
¡Quedé atónito, pero maravillado! Me enfrentaba a mi primera gran aventura, ¡un polizón! El primer personaje que veía emerger de la literatura donde deambulan los polizones. ¡No lo denuncié! Convencí al venezolano que compartía el camarote para que juntos ayudáramos al muchacho con las comidas. Pasaba horas acostado en nuestras literas. Se convirtió en nuestra frenética ocupación. Al final, lo vi bajando tranquilamente por la escalerilla en Cannes como si fuese en verdad un personaje de novela y milagrosamente volví a verlo en París cuando yo estaba buscando el nombre de Miranda en el Arco de Triunfo. «Soy Víctor», volvió a decirme y en seguida se me ofreció como protector y escolta. Con amabilidad, rechacé su oferta. Yo era, le expliqué, un estudiante con escasos recursos. Tendió la mano, dijo: «Au revoir«, me dio la espalda y nunca más lo volví a ver.
Uno de los oficiales del Auriga se apiadó de mí y me permitió ver las películas que se proyectaban en primera clase, pero con la condición de que las viera escondido detrás de la pantalla. De manera que una de las cosas que aprendí en el piroscafo fue visionar al revés no solo a los protagonistas del cine sino a los letreros de los diálogos. Otra, fue respetar e interesarme por lo que diariamente, sin sal ni pimienta, escribía una venezolana de cierta edad que viajaba en segunda clase y consideraba a los jóvenes venezolanos que se autoexiliaban del régimen de Marcos Pérez Jiménez como «aves que colgarán sus nidos cabe otros aleros».
En Martinica y en Guadalupe subieron a bordo soldados negros,»voluntarios» que aumentaron el aforo de la tercera clase y gritaban «Bocú, Bocú» y yo creía que ofrecían a alguna deidad africana su carne de cañón destinada a sostener la perversa guerra francesa contra Indochina que terminó, como se sabe, en histórico fracaso con la caída de Dien Bien Phu.
(La deplorable, aunque jubilosa noticia, congregó a millares de furiosos y desconcertados parisinos en Champ Élysée. Yo estaba allí y fue Ilio Novellino quien me susurró al oído: «Ni siquiera se te ocurra sonreír porque estos franceses andan muy molestos y son capaces de convertirte en jalea»).
Lo que gritaban los negros en el barco era «beaucoup» (mucho), una simple palabra francesa en la que me pareció que vibraba el rencor de los infiernos.
En Martinica tardaron tanto en abordar el Auriga que tuvimos tiempo de presenciar un partido de fútbol, lo que provocó que los pasajeros italianos juraran amotínarse si no llegaban a Nápoles antes del Viernes Santo. En medio del tumulto y los gritos vi que el capitán palidecía y le temblaban las manos.
¡Pero lo verdaderamente aterrador fue presenciar a bordo el escalofrío que produce la muerte en el mar que vieron mis propios ojos! Todos nos despertamos asustados y mareados porque el barco poniendo a sonar la estridente sirena de alarma, daba vueltas sobre sí mismo, en círculos incesantes y nos enteramos de que un pasajero se había lanzado al mar en mitad de la noche y al subir a cubierta vi el terrible y aparatoso espectáculo de la búsqueda de la muerte en la tenebrosa oscuridad.
El capitán, obligado por las leyes del mar, ordenó que el Auriga con unos potentes faros encendidos girase una y otra vez iluminando las oscuras aguas en un descomunal e inútil esfuerzo por encontrar un cuerpo italiano hundido en el mar. Un barco a lo lejos hizo dramáticas señales solidarias y resultaba algo mágico e irreal aquel diálogo de blancas y potentes luces fraternizando en medio de la tragedia.
Un hermano del suicida dio a conocer que il fratello padecía una grave enfermedad terminal y deseaba morir en su ciudad natal, pero la demora causada por los «voluntarios» de Guadalupe y Martinica lo impulsó a lanzarse al abismo de aquella noche y dejar allí lo que le quedaba de vida. El capitán, a regañadientes, decidió suspender la búsqueda insólita y tenaz, y yo fascinado por la desconcertante circunstancia de un barco dando vueltas en plena noche; alucinado por la intensa luz de los proyectores, heridos mis oídos por el estentóreo ulular de los altavoces y consternado por la funesta presencia del mar convertido al mismo tiempo en mortaja y ataúd, no podía creer que estuviese protagonizando mi propio estupor en un lúgubre escenario oceánico. Y el italiano, enfermo de su propia muerte, quedó allí para siempre hundido en el mar.
Días mas tarde, la dulce anciana venezolana me dio a leer lo que había escrito: «¡Pobre hombre! ¡Voluntariamente se perdió en el Atlántico océano! ¡Emprendió a conciencia un viaje sin boleto de regreso!».
¡Admiro el mar, pero desde lejos! y aplaudí a Manuela, la hija de Vicente Huidobro, cuando escribió el epitafio de su padre: «¡Aquí yace el poeta Vicente Huidobro. Abrid su tumba. Debajo de la tumba está el mar».
Pero cuando me tocó enfrentar a la muerte a bordo del Auriga, sabía por qué fue Federico García Lorca quien me advirtió al llorar por la muerte del torero Ignacio Sánchez Mejías… ¡que también se muere el mar!
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